-¡Papá, papá, en el huerto hay orugas bailarinas!
Mis hijas se han acercado a mi gritando muy excitadas. Cualquier oración con las palabras huerto y orugas es capaz de subirme la tensión arterial. Pero en este caso las orugas son bailarinas. Así que me tomo el tema con mayor curiosidad que miedo.
-¿Ah sí hija? ¿Y eso qué es? - respondo
-Pues eso papá, orugas que bailan - me chillan a una escandalizadas, que parece mentira que su padre pregunte semejante obviedad -. Ven, ven, ya lo verás.
Nos acercamos a la carrera al huerto y en efecto mis coliflores tienen una plaga de orugas de tres pares de narices.
-Mira papá, atiende.
Mi hijas se arrancan en un rítmico ¡Ah!, ¡Ah!, ¡Ah! acompañado de palmas. Y a cada voz y palma las orugas levantan todas a una la cabeza. En fin, el cuerpo de una oruga da para lo que da y yo no hablaría de baile. Pero en cambio esto es toda una coreografía. Uno que es ingeniero, no puede evitar soltar una explicación razonable.
-Uy hijas, qué gracioso. Esto va a ser que las ondas de vuestra voz provocan alguna vibración en la hojas... - me detengo ante las miradas de incomprensión y decepción contra las que chocan mis palabras - Aunque lo más seguro es que les encantan vuestras voces y por eso bailan. Qué bueno.
Por supuesto las orugas allí se quedan y por segundo año consecutivo no pruebo las coliflores. Valga esta anécdota como garantía de que no soy un personaje especialmente agresivo con la fauna local. Más bien diría que soy bastante benévolo. Pero eso no quita que el último libro que estoy leyendo me parezca de un buenismo insoportable. El libro en cuestión se titula The Wildlife-Friendly Vegetable Gardener: How to Grow Food in Harmony with Nature. A tenor de lo leído creo que más bien debería titularse The Wildlife-Friendly Vegetable Gardener: How to Grow Food for Nature. El libro anima a sacar partido de los claros beneficios que otorga contar con un ecosistema variado. Y no digo yo que no aporte algunas soluciones ingeniosas para proteger tu huerto de la fauna local, que para Tammi Hartung, autora del libro y propietaria de un jardín en Colorado, es grande y variada. Pero más que eso lo que hace es animar al lector a disfrutar de los animales que deambulen por su jardín sin sufrir demasiado con sus destrozos. Es una aproximación válida, faltaría más, pero creo que el mensaje del libro es un poco embustero porque oculta una parte importante de la realidad. Todos los ejemplos del libro se encaminan hacia el lado positivo del asunto. Para mis orugas Tammi nos diría sin duda que acabar con ellas puede ser perjudicial porque esas orugas se convertirán en lindas mariposas que se dedicarán a polinizar mi jardín. Que además disfrutar de las orugas bailarinas te alegrará la existencia y que como mucho lo que debo hacer es favorecer la presencia de pájaros en mi jardín para que la invasión no se te vaya de las manos. Todo eso está bien, pero no está de más contar también la otra cara de la realidad. Es honesto recordar que tus esfuerzos para tener una coliflor se pueden ir al traste en un par de días de voracidad oruguil. Que igual no necesitas las mariposas porque los polinizadores te salen por las orejas, y que los pájaros además de comerse las orugas te la pueden liar parda de maneras de lo más originales.
Sin querer comparar porque son cosas distintas, el planteamiento que hace del tema Michael Pollan en su libro Second Nature, es mucho más realista y divertido. El título de su segundo capítulo no deja lugar a dudas: La naturaleza aborrece los jardines. Estoy de acuerdo. Es paradójico porque la naturaleza en sus distintas manifestaciones parte como inspiración, materia prima, herramienta y aliado del diseñador de jardines. Pero es un mal socio, bastante caprichoso, dictatorial y con tendencia a despreciar nuestros vanos esfuerzos de diseño y productividad. La naturaleza nos parece caprichosa y es fácil llegar a pensar que nos aborrece. Puede que de esos sentimientos nazcan los excesos de formalismo en algunos estilos de jardinería y los desmanes agrícolas. Y quizás por eso sea necesario hacerse planteamientos positivos pero también realistas de nuestra relación con la naturaleza, y muy especialmente con los animales salvajes que muchas veces intentarán sacar tajada de nuestros huertos y jardines. El ejemplo de Michael Pollan es bueno. Cuando se compra una granja a punto de ser engullida por los fantásticos bosques del noreste de Estados Unidos, comienza a practicar la jardinería con la mente liberal de un neoyorquino que ha pasado demasiado tiempo filosofando sobre lo que no conoce. Romanticismo en estado puro: nada de insecticidas, nada de vallas, nada de armas. Los animales estaban aquí antes que nosotros. Todos somos razonables, los animales son seres puros, así que vamos a llevarnos bien. Bien, la naturaleza no es razonable ni adorable, y la narración de su toma de contacto con las marmotas es desternillante.
Su primera plantación acaba como almuerzo de una marmota. Y él, urbanita reconvertido a jardinero ultraecologista, hace lo previsible en cualquier jardinero que se precie: lanzarse a una guerra sin cuartel contra las marmotas. Empieza por abordar el problema con un planteamiento algo naif. Pretende molestar a las marmotas hasta que se den por aludidas y se marchen. Localiza la madriguera de una de ellas y tapona su entrada con piedras. Por supuesto al día siguiente la marmota ha desbloqueado la entrada y ha calmado el apetito que le abierto el esfuerzo adicional en el huerto del aprendiz de jardinero. Así que Pollan pasa a ser más expeditivo: introduce en la entrada de la marmota sustancias tan variadas como melaza, un ratón muerto, excrementos de bichos y alguna sustancia química maloliente. Fracaso absoluto. En ese punto, como él mismo reconoce, el asunto ya no trata sobre librarse de los destrozos de las marmotas, el asunto trata sobre ganar. Este hombre llega a recoger de la carretera un cadáver de marmota y lo introduce por la entrada de la madriguera de su enemiga, en un gesto bastante siciliano. Como todo esto no funciona, al final opta por verter gasolina por el hueco de la madriguera y lanzar una cerilla. Mala idea que a punto está de terminar con sus cejas chamuscadas y una granja en llamas. Llegados a este punto se siente como el malo tonto de los dibujos animados, un Silvestre o un Coyote cualquiera. Por suerte para todos este hombre destaca por sus dosis de sentido común y decide replantearse sus principios: es absurdo que algo tan sencillo como colocar una valla nos parezca antinatural y para evitarlo hagamos barbaridades mucho mayores.
Me siento identificado con su problema porque yo mismo he pasado por situaciones parecidas. Cuando compramos nuestra parcela a diferencia de Pollan teníamos claro que queríamos una valla. Debe ser porque somos españoles y no americanos. Pero digamos que su instalación no se encontraba entre nuestras prioridades. Eso de que los corzos y los jabalíes se pasearan por allí tenía su gracia. Hasta que se nos ocurrió plantar algún árbol. A los jabalíes les encanta buscar tesoros escondidos en los hoyos de plantación. Y un corzo que se precie, aunque tenga miles de hectáreas de pinos a su alrededor, restregará su cornamenta contra el primer abeto que plantes hasta que consiga dejarlo bien seco. Pedimos presupuesto e instalamos a toda prisa una valla metálica. Cualquiera pensaría que una valla de dos metros de alto es más que suficiente. Yo si voy caminando por un bosque y me encuentro una valla doy un rodeo. Un jabalí tiene otros sentido de la propiedad y considera que lo que hay que hacer es introducir el hocico por debajo de la alambrada y hacer un hueco más que suficiente para que cualquiera que venga detrás de él no se tropiece con la misma molestia. Las incursiones y los destrozos continuaron, y aquí es dónde la visión egoísta y antropocéntrica del asunto empieza a tomar fuerza. Llega un punto en el que uno es incapaz de ver a lo animales como seres inocentes que se limitan a pelear por su persistencia. Como señala Pollan, es increíble la rapidez con la que pasas de la frustración a la idea de persecución hacia tu persona y el consiguiente odio y ganas de llevar a la extinción a especies enteras. Supongo que será algo que tendrá que ver con algún principio atávico de tiempos pasados en los que de esta lucha con los animales dependía nuestra supervivencia. Algunos ejemplos que explican el fenómeno en mi caso.
En mi parcela hay millones de tiernos robles rebollos nacidos de raíz. En toda la provincia debe haber más rebrotes de rebollos que estrellas en el cosmos. Y todo tipo de hierbas y praderas y terrenos de cultivo. Pues en ese inmenso universo, mis minúsculos y despreciables arces japoneses tardaron menos de un mes en ser devorados por un corzo. Me debió tocar un ejemplar sibarita y amigo de la comida asiática. Los jabalíes son aún peores. Un jabalí a lo suyo es una especie de bulldozer que sigue una sinuosa línea que optimiza de manera mágica el daño. Si hay un árbol al que tengas especial cariño, el jabalí lo sabrá. El día que me encontré 18 árboles fuera de juego decidí que había que tomar cartas en el asunto. Haciendo caso omiso a quienes me recomendaban comprar una ballesta y aprender a hacer jamón, decidí gastarme una pasta en anclar mi valla al terreno de forma que ningún animal por encima de los diez kilos pudiera atravesarla. El mismo fin de semana que estrenábamos valla de alta resistencia, la comunidad verraca decidió vengarse de mi inhospitalidad lanzando un comando suicida contra mi coche. Aquella noche un joven jabalí murió en cumplimento de su deber: destrozar mi Toyota. Aún damos gracias por poder contarlo. Pero de momento no atraviesan mi valla.Así que ahora sólo sufro a los conejos, los topos, los ratones, todo tipo de pájaros y del orden de doscientas mil especies de insectos y arácnidos. Nada que temer de esos animalillos, ¿verdad?. Ja, ja y ja. Los conejos han catado cualquier especie vegetal que yo haya decidido plantar. Los topos, sin hacer demasiado daño en términos absolutos, han sido especialmente crueles. Nunca creí que en mi clima pudiese llegar a probar los higos. Así que los disfruté doblemente el año que una higuera que me había regalado un amigo produjo una cosecha escasa pero de espectacular dulzor. Aún quedaban algunos en sus ramas el día que un topo decidió cercenar el tronco bajo tierra. Allí estaba la higuera, donde debía estar aunque algo lacia e inclinada. Cruel señuelo para partirse de la risa al ver mi cara cuando me quedé con ella de la mano. Además de topos mantengo una colonia numerosa de ratones. Deben ser los más gordos de la comarca gracias al pienso de mis gallinas. Su obesidad mórbida no les impide ser ansiosos catadores de mis tomates y melones. El año pasado he tenido pájaros cuya ascendencia debía ser gallega vista su afición a los pimientos del Padrón. Las palomas torcaces tienen poderes telepáticos y son capaces de anticipar en 5 minutos mi decisión de recoger las fresas. Y hay pájaros lanzados a la modernidad que han decidido que el corcho aislante que cubre la fachada de mi casa es el mejor material para construir sus nidos. Con este panorama habrá quien adelante que los carnívoros son bienvenidos en mi parcela. Sí y no. Me gusta que zorros, gatos monteses, jinetas y todo tipo de rapaces se pasen por mi terreno y pongan algo de orden. Pero tiene un precio. Mis gallinas llevaban unas semanas poniendo huevos cuando un raposo decidió que estaban en su punto. Cinco minutos de despiste me costó dos gallinas. Y estoy satisfecho, superé con creces el record de mi vecino: 14 horas le duró una bandada de seis gallinas. Ahora mi gallinero es una fortaleza inexpugnable. Pero no me fío y no me gustaría estar en las plumas de mis gallinas. Podría seguir con otras muchas calamidades gracias a toda clase de bichos, pero eso me llevaría a hablar de mi lucha sin cuartel con avispones y garrapatas y no me siento con fuerzas.
Así que sí, la naturaleza aborrece nuestros jardines. Porque todos estos animales no son más que la parte más llamativa, pero no necesariamente la más poderosa, de un ejército formado por animales, plantas, bacterias y hongos, que con el apoyo inestimable de la metereología, luchan por no dejar ni rastro de nuestra labor. Aunque para ser del todo justos, habría que decir que en realidad luchan por no dejar ni rastro de cualquier cosa que se les presente por delante. La naturaleza es dura y cruel y se rige por la ley de supervivencia del más fuerte. Y ahí está el problema. En nuestros huertos y jardines solemos usar especies que distan mucho de ser las más fuertes. De hecho suelen ser unas auténticas flojuchas. Muchas de las plantas de nuestros jardines, y la inmensa mayoría de las de nuestros huertos, basan su supervivencia en una especie de simbiosis con el ser humano. Ellas nos entregan sus sabores o su belleza y nosotros las protegemos del medio que las rodea. Sin nosotros simplemente no existirían. Así que por mucho que digan los naturalistas, nuestros jardines requieren protección. Mucha. La cuestión no está en si intervenir o no intervenir. La cuestión está en la orientación y contundencia de la intervención. Durante mucho tiempo hemos sido incapaces de responder a un principio de proporcionalidad. Pero la desmesura de nuestra respuesta a las amenazas en lugar de fortalecernos nos ha empobrecido y debilitado. Igual que un uso incontrolado de antibióticos no es una buena noticia para nuestra salud futura, un uso incontrolado de pesticidas y armas no es buena noticia para la fortaleza de nuestro planeta. Pero tampoco tiene sentido caer en el extremo opuesto y pensar que nuestra relación con la naturaleza debe ser de simples observadores. No creo que deba ser así en términos generales. Tenemos mucho más que aportar que un simple "esto no se toca". Y desde luego no podrá ser así si queremos tener un jardín. Un jardín será naturaleza pero también cultura y arte. Y para ello nuestra intervención debe ser constante. Sin ella el jardín desaparecerá sin remedio en poco tiempo. Pero mesurada, por dios. Porque para ser del todo sincero, pese a mis desventuras mi mayor placer en la vida es levantarme al amanecer y sentirme en mitad de un bosque tan plenamente vivo. Así que vamos a ver bailar otra vez a esas orugas.