No hace mucho he terminado el ensayo de Alan Weisman El Mundo sin Nosotros. Desde que en alguna entrada de un blog (creo que fue en el de Antonio Muñoz Molina) me enteré de la existencia de este libro, le busqué con cierta ansía en su versión en español, porque respondía a una idea que he manejado durante años, casi siempre en los minutos previos a dormirme: ¿qué sucedería si el hombre desapareciera de manera súbita de la tierra? En su libro, Alan Weisman parte de la premisa de que la desaparición del hombre fuera súbita e indolora, algo mágica, una desaparición en la que no tuviéramos tiempo ni de recoger la mesa, y a partir de allí elucubra sobre qué sucedería con ciudades como Nueva York, monumentos, zonas contaminadas, centrales nucleares y otras creaciones humanas. Como se podía esperar, he disfrutado especialmente con los capítulos en los que trata de la que sería la evolución de los bosques y la fauna (esa imagen de Nueva York ganada por los bosques me hipnotiza), en una visión que es especialmente optimista sobre su capacidad de recuperación. El autor se apoya en la espectacular evolución de los bosques en la zona de Nueva Inglaterra después del abandono de miles de granjas y en lo que está sucediendo en zonas de exclusión humanas como el área de Chernobil, o las franjas verdes de Chipre y las dos Coreas. De acuerdo a lo que sucede en estas zonas, cabría esperar que si el hombre deja de tocar las narices, la capacidad de recuperación de los bosques frente a otro tipo de ecosistemas es mayor que lo que algunos ecologistas agoreros pronostican. No he podido evitar pensar en esto después de mi última visita al P. La parcela lleva prácticamente abandonada los dos últimos años y la capacidad de supervivencia y crecimiento de los árboles sin ningún tipo de riego me deja boquiabierto. Que árboles como encinas, pinos, cipreses, almendros y cedros bien asentados medren en un páramo calizo era algo previsible, pero que después de dos años sin ningún tipo de riego, arces, álamos, píceas, fresnos, un acebo, un castaño y un haya luzcan sanos y vigorosos es algo que me llena de asombro. Yo apostaría que con el paso de los años y la inevitable llegada de años más duros de la media, muchos de estos árboles sucumbirán, pero no es menos cierto que por toda la parcela ya he visto alguna encina y almendro nacidos por generación espontánea, por lo que si tuviera que apostar algo, yo diría que en lo que era una parcela yerma, el bosque ya lleva todas las de ganar.
Por desgracia parece que las pesimistas previsiones de Weisman respecto a la durabilidad de las construcciones humanas también se cumplen en este caso, y las grietas que recorren la casa no vaticinan nada bueno.