miércoles, 14 de noviembre de 2012

Abrazando Secuoyas


El día que mi cuñado y mi hermana me contaron que tenían un bosque de secuoyas al lado de casa no daba crédito. Uno es, en palabras de algún amigo, un flipao de los árboles, así que un bosque de secuoyas son palabras mayores. Cuando al fin pudimos visitarles, apenas una hora después de haber llegado, a la caída de una tarde de esas frías y lluviosas tan típicas de la primavera cántabra, mi cuñado y yo les comentamos a nuestras respectivas que nos íbamos a dar un garbeo por el bosque de secuoyas, como si no quisiera la cosa, como quien dice me voy a tomar un carajillo al bar pero sólo porque no tengo nada mejor que hacer. Era pose. Yo (de eso estoy seguro) estaba muerto de ganas por verlo y mi cuñado (de esto ya no estoy seguro, pero me apostaría algo) estaba loco por enseñármelo. De esto hace ya unos seis años. Ahora este pequeño bosque es algo más conocido, pero por entonces lo acababan proteger y anunciar con un cartel de madera a su entrada: Monumento Natural de las Sequoias del Monte Cabezón. Hasta la llegada del cartel, me imagino que fuera de unos pocos expertos y algunos amantes avispados de los árboles, nadie se habría parado demasiado a mirar ese bosquecillo de algo más de dos hectáreas al borde de la carretera que va de Cabezón de la Sal a Comillas. Tampoco es criticable, no es que falten los bosques interesantes en Cantabria y hay que mirar muy para arriba para darte cuenta de la singularidad de éste. Y la singularidad es que en estas dos hectáreas no hay hayas o robles, sino secuoyas.  Y son secuoyas rojas, es decir Sequoia sempervirens, no secuoyas gigantes, Sequoiadendron giganteum, que está uno harto de ver confundidas dos especies bien distintas.  
Cuando allá por los años 40 del pasado siglo en España algunos apalancaban su cerrazón en utopías de autarquía, la consecución de energía y materias primas de forma rápida y barata era una prioridad nacional. De ahí la buena colección de embalses que tenemos. Y de ahí también las plantaciones de pinos y eucaliptos que han emborronado gran parte de nuestros mejores bosques. Pero en este punto concreto de Cantabria, alguien decidió experimentar y eligió esta especie que en la teoría debería ser competitiva en eso de la producción rápida de madera en un clima atlántico. En la práctica no lo debe ser tanto, porque los eucaliptos ganaron la partida. Este bosque supongo que es una de esas carambolas del azar, porque me cuesta entender que desde su plantación en los años 40 hasta ahora nadie decidiera cortarlo, con lo sueltos de motosierra que somos por estos lares. Olvido, baja productividad o enamoramiento de algún ingeniero forestal, vaya usted a saber, pero por suerte las algo más de 800 secuoyas han podido llegar a los 70 años de edad y los casi 40 metros de altura. Es una sensación increíble pasear entre ellas y percibirlas como gigantes al tiempo que tu cabeza te dice que no son más que pimpollos al lado de sus padres californianos (hasta 115 metros mide hyperion, la reina de todas ellas, así que es fácil comparar). A estos árboles en Estados Unidos los llaman redwood, y paseando por este bosque es fácil entender por qué. El tono rojizo de sus cortezas impregna todo el ambiente, un color ocre rojizo que migra a un verde profundo cuando miras hacia arriba y pierdes la vista entre las lejanas copas. Entre las secuoyas, crece también algún pino de repoblación (Pinus radiata) que no se ha dejado intimidar por las secuoyas, para el avispado que vea en las fotos que siguen alguna corteza que no tire a rojiza.



















Mientras dábamos resbalones en mitad del bosque, mi cuñado me contaba partido de la risa que la primera vez que había ido por allí se había encontrado una excursión de algo así como hippies que se dedicaban a abrazar a los árboles. La verdad es que hasta un flipao de los árboles como yo se rió de la anécdota, porque bastante tenía en aquellos momentos con evitar en estamparme contra ellos como para pensar en juegos amorosos, por muy mullida que me pareciera su corteza. La anécdota me pareció graciosa, hasta que me topé con una imagen que me recordó al momento de la novela La Leyenda del Lobo Cantor de George Stone en el que los cachorros de lobo rompen a cantar de manera atávica. Mi hija con dos años recién cumplidos se encontró con una enorme secuoya en el señorío de Bertiz y de manera totalmente espontánea hizo lo siguiente: 


Da que pensar, ¿no?.

3 comentarios:

  1. Hola Miguel. Piensa que los niños tienen el alma pura. Yo también consideraba que no tenía mucho sentido el gesto de abrazar un árbol, pero precisamente en este bosque de sequoias se obró la magia...

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  2. Pues aunque está claro que son más pequeñas que sus parientes de Estados Unidos, por lo que veo en las fotos el "bosque" está adoptando un aspecto mágico y parecido al que yo vi en San Francisco :). Por cierto, supongo que lo sabrás pero hay un bosque también importante en Granada.

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  3. Pues no, no conocía ese bosque de Granada. Gracias, lo investigaré porque este año con casi toda seguridad voy a viajar a Andalucía.

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