Hace años una colonia de avispones decidió que una esquina de mi casa era un buen sitio para establecerse. Inicié una guerra relámpago contra ellas que se saldó con alguna victoria pírrica y más de una humillante derrota. La mañana que como Gregor Samsa me desperté después de un sueño intranquilo, bañado en sudor decidí que mejor escribía mi pesadilla y que en nuestra parcela había sitio de sobra para avispones y humanos. Este es el cuento que salió, cuento al que vuelvo cada verano con el regreso de los avispones a su esquina.
Un tropezón lo tiene cualquiera
Mientras Maite apretaba contra su
sien una bolsa de hielo improvisada con una servilleta, él se juraba que no iba
a permitir que aquellas malditas le estropearan las vacaciones. La verdad es
que no ayudaban a calmar la ansiedad de su espíritu los comentarios de su novia,
que ponía más empeño en hurgar en la herida de su orgullo que en tratar de
aliviar el insoportable escozor.
-Jolín Lorenzo, si es que te estaba
viendo. Ahí, metido de cabeza, sin camiseta siquiera, a pecho descubierto, eres
la pera. No se le ocurre ni al que asó la manteca – presionaba Maite la
servilleta y la autoestima de su novio.
-No ha sido cuando estaba dentro…
uuuffff…. estaba fuera, bien lejos… aaayyyyy... no aprietes tanto… es que no
son normales… cómo iba a imaginar… - gemía él.
Y mientras trataba de mantener la
respiración abdominal en ocho tiempos, que nunca había entendido muy bien en qué
consistía en las clases de yoga a las que iba obligado por su chica y mucho
menos ahora, con un cigarrillo ardiendo en la sien, rumiaba su venganza y desconcierto.
En el fondo, además de dolorido y
perplejo, sobre todo se sentía admirado por sus adversarias; las había
infravalorado, estaba claro. El plan le había parecido infalible de puro
simple: sólo había que asomarse a la trampilla, lanzar una piedra certera y
correr como alma que lleva el diablo sin esperar ni un instante a ver los
resultados del disparo. Pero los resultados del disparo habían sido demoledores.
Cómo era posible, recordaba perfectamente la coreografía: arco perfecto del
brazo a través de la portilla, leve giro de muñeca en el punto de máxima
velocidad, el canto despidiéndose de los dedos con una leve caricia, el salto
hacia atrás y el giro de cintura de agilidad cuasi-perfecta, el sprint potente…
todo perfecto, de no ser porque un segundo después de finalizar la gloriosa
carrera, un zumbido demoledor se abalanzó sobre él dejando a su paso un boquete
en la sien derecha y unos cuantos miligramos de veneno circulando por su
torrente sanguíneo, cifra despreciable en términos absolutos pero más que
suficiente para hacerle gritar como un cochino en San Martín.
-Oye, se te está hinchando. ¿No deberías
ir al médico? – insistía Maite.
Él negaba con la cabeza, hasta ahí
podíamos llegar, dedicarse a proclamar su humillación en la sala de urgencias
del ambulatorio, para que todo el pueblo se cachondease del pardillo de la
capital. Desde la ventana del salón veía la superficie verdosa de la piscina –
ay, lo peor era eso, la piscina estaba más verde cada minuto que pasaba – y se
consoló pensando que la pedrada había sido potente y precisa. Imposible que hubiera
sobrevivido el menor rastro de aquella metrópoli endemoniada.
Cuando Carlos, el amigo de Maite – en
qué momento habían pasado de ser amigos con derecho a roce a amigos del alma,
era una de esas cuestiones que escocían más o menos como el agujero de su sien
- les dejó, a él y a Maite, las llaves de su chalé en la sierra, y con bastante
sorna le sugirió, sólo a él, que a cambio de una saludable y gratuita quincena
en el campo bien podría tener la delicadeza de limpiar la piscina de vez en
cuando – nada, nada, pasar el limpiafondos un par de veces y sacar los bichitos
con la redecilla, no me seas vago – se le olvidó comentar que para hacer eso tendría
que enfrentarse al mal alado.
-No seas mal pensado hombre. Cómo iba
a saberlo Carlos, mira que le tienes manía – se ofendía Maite.
-Pero cómo no va a haberlas visto
antes. Si es que son enormes, así, como un cacahuete más o menos.
-¿Pelado o sin pelar?
-No me jodas Maite, que el picotazo
me lo he llevado yo.
La guerra, como tantas otras, había
comenzado con una escaramuza imprevista e inocente. Llevaba cinco días
zanganeando a la sombra de los arces, adormecido por el efluvio de los parterres
de lavanda y el bochorno de un agosto calurosísimo, cuando Maite se acercó decidida
hasta su tumbona a darle ese empujoncito que necesitaba para despegarse de la dulce
lona de floripondios: cariño, el agua está algo verde, ¿no crees?. Lo que
traducido a un lenguaje más sencillo y directo, más masculino podríamos decir, significaba
que más valía que moviera el culo de una vez y pusiera en marcha la depuradora,
si no quería tener a su novia de morros durante el resto de las vacaciones.
Arrastrando las chancletas,
maldiciendo a ese maldito presuntuoso que se había hecho construir una piscina
olímpica, posiblemente con el único objetivo de amargarle a él el verano, se acercó
hasta el sarcófago donde reposaba la maquinaria odiosa, un infierno dantesco de
esferas, tubos, llaves, cables y gomas. Después de estudiar aquel caos
concluyó, con un humor negro que le subía desde la boca del estómago, que para
arrancar aquel aparato de tortura tenía que meterse en aquel cuartucho
infestado de telas de araña. Ya había introducido el pie derecho por la
trampilla y tanteaba nervioso en el vacío, en busca del anhelado contacto con
el primer peldaño de la escalerilla, cuando escuchó por primera vez aquel
zumbido maléfico que tan conocido llegaría a serle, y que en aquel momento le
obligó a dar un salto espasmódico hacia atrás que terminó en baño involuntario.
Reponiéndose del susto y del remojón,
con más miedo que cuidado, asomó de nuevo la cabeza por la escotilla y se
dedicó a observar anonadado el nido de sus enemigas: un capullo del tamaño de
un melón de seda color canela y aspecto de erupción volcánica, colgaba de la
esquina superior izquierda del cuartucho. A su alrededor, oscuras y enormes,
revoloteando a velocidades de vértigo, sus enemigas entraban y salían de su
ciudadela por las bocas de túneles perfectos. Había algo en el conjunto que le
recordó a una colonia alienígena, pensamiento aquel que, sustituido unas veces
y complementado otras, por el convencimiento de estar enfrentándose a una
inteligencia humanoide y multi-cerebral, no le abandonaría en toda la
contienda.
-Pues a ver qué hacemos con la
piscina, porque no sé cómo voy a llegar a ese interruptor.
-Bueno, tú no te preocupes. Ya llamo
yo ahora a Carlos y le explico que no podemos limpiar la piscina, seguro que no
se enfada; se va a reír un montón, eso sí.
¿Carlos? Y a él qué leches le
importaba que se enfadase o dejase de enfadarse Carlos. Esto era un tema
personal entre él y ellas, una guerra sin cuartel que sólo podía terminar con
la aniquilación de su maldita estirpe. Y por cierto, en cuanto a lo de reírse que
tuviera cuidado, no fuera a partirle la cara por gracioso. Todo esto, por
supuesto, sólo osó pensarlo, no debemos olvidar que todo el lio empezó por no
tener de morros a su novia durante el resto de las vacacione. Así que esta vez
se limitó a murmurar un hombre, algo habrá que hacer, no vamos a dejar
estropear la piscina a este chico, después de lo amable que ha sido con
nosotros.
-Tú ni te acerques, a ver si vamos a
tener un disgusto – ordenó Maite.
Mientras Maite subía a la planta de
arriba a llamar por teléfono a Carlos – sí, estaba seguro de que Carlos se iba
a reír, y para colmo diría algo del estilo de bah, pero que les dé una pedrada
y punto; listillo, pedante y pretencioso de las narices – se acercó con
disimulo a la trampilla, y sudando adrenalina, volvió a asomarse al espacio
aéreo del enemigo. Sonrió: la pedrada no podía haber sido más certera, un hueco
enorme se abría en las paredes del capullo dejando al descubierto las celdas
hexagonales de sus incubadoras. Todavía paredes enteras se desprendían y
revoloteaban hacia el cielo de esa torre invertida. Bin Laden cruel, disfrutó
imaginando el caos atronador de polvo, hundimientos y desplomes que estarían
sufriendo ahí adentro. Hasta con voraces incendios soñó y el dolor que
obnubilaba su ojo derecho fue algo más dulce. Mezquino y fugaz consuelo de una
victoria pírrica, que sólo duró hasta que se dio cuenta de que los trozos de
nido que seguían cayendo, obedecían a una operación de derribo contralada por
las engrasadas mandíbulas de sus enemigas. Santo Dios, estaban desmantelando la
colonia. ¿Quería decir aquello que se marchaban, que abandonaban tan pronto el
campo de batalla? No lo soñó ni por un instante, un enemigo de su nivel jamás
perdería el tiempo en inutilidades. Eliminaban las zonas dañadas para volver a
empezar con más fuerza, no había duda.
- Carlos dice que las dejes en paz,
que son peligrosas, que no nos preocupemos de la piscina – voceó Maite desde la
terraza.
Y él pensó que vaya por dios, que si se
hubiera reído, él habría tenido la excusa perfecta para mandar a paseo los
doscientos metros cúbicos de agua verdosa, y volver al huequecito adorable que
su cuerpo había esculpido en la hamaca, pero que con su prudencia – si digo yo
algo así, es que soy un gallina, pero cómo lo dice Carlitos, es que es muy
prudente, si es que la estoy oyendo, rumiaba Lorenzo - el capullo de Carlos le
dejaba en bandeja una oportunidad irrenunciable de demostrar a Maite quién era
más hombre, que mucho chalé y mucho BMW, pero si no llega a estar él aquí todo
el agua de la piscina para tirarla. Así que desde esa mañana, se lanzó a su
cruzada particular contra ese muro biológico de destrucción masiva que le
impedía alcanzar su, en estos momentos, único objetivo en la vida: el
interruptor de la depuradora de la piscina de un capullo.
Tumbada en el césped, Maite se dio
cuenta sorprendida de que su novio llevaba toda la mañana metido en el garaje, trajinando
en un caos de trastos y herramientas y haciendo un ruido de mil demonios, y
pensó esperanzada que igual esas vacaciones en el campo hicieran de él una
persona capaz de cambiar una bombilla sin sufrir una rotura de ligamentos. Otra
cosa habría pensado de saber que lo que intentaba su novio, era fabricar el
arma definitiva que le otorgase una ventaja táctica sustancial con la que
paliar la inferioridad en la que le colocaban el número, rapidez y potencia
ofensiva de sus enemigas.
Dentro del garaje, sudando a chorros,
respirando el miasma de gasolina y aceite que desprendía la colección completa
de maquinaria del jardinero perfecto, ideaba sin descanso mil ingenios que le
permitieran ejecutar un ataque sorpresa, contundente y definitivo. Convertiría
la fortaleza de aquellas malditas en una nueva línea Maginot. Fabricó largas
pértigas de tubos de cobre empalmados con celofán, imaginó colosales tirachinas
de neopreno y cócteles molotov de gasóleo incendiario, se recalentó los sesos
pensando cómo insuflar presiones imposibles en el agua de una manguera y hasta
sopesó sonriente una motosierra. A la hora de la comida ya se había dado cuenta
de que una simple pedrada había valido para destrozar la base de sus enemigas y
sufrir una humillante derrota. Su problema era defensivo, no ofensivo.
Por la tarde, aprovechando la siesta
de Maite, varió la orientación de su búsqueda y antes de que la brisa del
atardecer arrastrara algo del bochorno de aquel día horrible, ya había ideado
mil armaduras que le protegieran de los peligrosos aguijones, pero, ay, todas
incompletas e inútiles. Cómo era posible que entre todas esas toneladas no
hubiera un maldito casco, se preguntaba lleno de grasa y sudor después de
recolocar por tercera vez la pila de herramientas y trastos viejos del capullo
de Carlos.
Aquella noche se acostó después de
haber hecho el mayor esfuerzo físico de sus últimos quince años, nervioso,
dolorido y humillado, con el sabor amargo de sentirse vencido antes de
presentar batalla. Se levantó después de
una noche de pesadilla con las primeras luces de un día que prometía ser tan
caluroso como el anterior, y corrió hasta el cuarto de la depuradora. Tenía la vaga
esperanza de que hubieran abandonado la plaza asustadas por el ataque del día
anterior y él pudiera recuperar la paz de su verano. Aún con la sombra
condensada en el cartucho a aquellas horas de la mañana, pudo comprobar que su
pesadilla no había terminado. La colonia había renacido con fuerzas renovadas,
y lo que era peor, se había duplicado: en una pequeña repisa, justo al lado del
interruptor, casi taponándole, alrededor de uno de los pedazos que se
desprendieron como consecuencia de su ataque, el ejército alado había levantado
una nueva fortaleza gemela de la primera, de manera que, si antes llegar a
encender la depuradora dependía de una pericia y una valentía inimaginables,
ahora, bajo el control absoluto de las dos torres vigías, se podía concluir que
era una misión imposible.
Mens sana in corpore sano, se dijo. Se
calzó unas playeras gastadas y descoloridas del capullo de Carlos y salió a
correr, actividad olvidada desde sus tiempos universitarios. Cuando media hora
más tarde entró en la cocina, empapado en sudor y echando espumarajos por la
boca – Maite no dio crédito a lo que estaba viendo, ¿había abducido algún
extraterrestre a su novio? – ya tenía trazado un nuevo plan, era necesario aplicar
tácticas bélicas modernas: ¿por qué afrontar un contacto cuerpo a cuerpo
pudiendo permitirse medios de ataque mucho más rápidos y mortíferos?
Con la excusa de comprar el pan y el
periódico se acercó hasta el pueblo y regresó cargado con un arsenal químico:
dos insecticidas, un repelente, un atrayente y la joya de la corona de su
armamento: una trampa para insectos. La trampa de plástico transparente era una
especie de nasa para centollos adaptada al tamaño de sus enemigas. Buscó un
cordel de longitud más que prudente, rellenó la trampa de atrayente, descolgó
con cuidado y placer inmensos el invento hasta entorpecer el recorrido que
hacían las malditas entre sus dos fortificaciones que no cesaban de crecer, y
se sentó a observar el genocidio.
Los primeros minutos pensó que el
aroma del atrayente aún no habría llegado hasta ellas. Después de la primera
hora empezó a admitir la posibilidad de un nuevo fracaso. A la hora de la
siesta, más ofuscado y sombrío que nunca por la inutilidad de la trampa – en
tres horas había servido para capturar una mosca y dos polillas - vio con
claridad que sus enemigas no eran obreras normales. No acudían ni al agua ni a
la comida ni a la basura, jamás entraban en casa ni se acercaban a ellos;
simplemente se mantenían centradas en su tarea de construcción incansable, con
una frialdad y un desdén hacia su enemigo sumamente irritantes. Eran soldados,
zapadores perfectamente entrenados por milenios de evolución genética, no había
duda.
No se dejó vencer por el desaliento y
ejecutó su plan b (o c, o d, o z, ya no sabía muy bien en cuál se llegaba)
Cerró la puerta de la trampilla - ahí pensó si no sería tan sencillo como eso,
encerrarlas y hacer caso a Maite y al capullo de Carlos, olvidarse de ellas y
confiar en su muerte por inanición, pero sintió que aquella sería una forma mucho
más cruel de derrota -, agitó con furia el espray y abriendo una pequeña
rendija en la puerta inundó de insecticida el cuarto. Se convencía de que no
había ser vivo que pudiera soportar dosis tan altas de veneno, cuando escuchó
el zumbido atronador y se dio cuenta de que una tropa apocalíptica de amazonas
furiosas salían en estampida del cuartucho a través de un respiradero escondido
entre un bosque de salvia y tomillo. Aterrado lanzó el bote de espray contra la
nube maldita, corrió despavorido, perdió las chancletas, tropezó con un seto de
durillo, desde el suelo gritó el primer ¡¡¡MAITE!!!, se levantó y volvió a dar una panzada contra el suelo, gritó su
segundo ¡¡¡MAITE!!! mientras desesperado desenredaba su pie derecho de una
manguera. Al fin libre corrió hacía casa chillando un ¡¡¡MAITE MÉTETE EN CASA
POR DIOSSSS!!!! que se hizo añicos contra los ojos espantados de Maite que,
petrificada en el porche veía como su novio se abalanzaba sobre ella, la
agarraba de la cintura, la arrastraba dentro de casa y cerraba la puerta corredera
con un empellón que a punto estuvo de arrancarla de su marco.
Aunque una avanzadilla furiosa de sus
enemigas chocaba contra el cristal de la puerta, hubo un instante en el que
deseó estar fuera, justo el momento en el que vio los ojos asesinos de Maite
asegurándole que hasta ahí habían llegado. Dio un paso hacia atrás, se encogió
de hombros y sonrió bobaliconamente. Puede que esa sonrisa evitase que aquel
momento fuese el fin de su feliz noviazgo, porque sorprendentemente todo
terminó con un sibilino:
-Lorenzo, ¿quieres hacerme el jodido
favor de olvidarte de la piscina?
Que él recordase, aquella fue la
primera vez que oyó salir un taco de los labios adorables de Maite, motivo más
que suficiente para animarle a abandonar de una vez por todas la empresa y
esconder su arsenal químico en el rincón más oscuro de la estantería más alta
del trastero, el único sitio dónde podía confiar que no fuesen encontrados por
el capullo de Carlos en muchos años.
No fue tan fácil, la medida de su
obsesión crecía a la misma velocidad con la que la contienda se hacía más y más
peligrosa. Aquella noche, cuando estaba seguro de que Maite dormía, se acercó
de nuevo hasta el cuartucho abriendo la esperanza a la última oportunidad que
veía en el horizonte. ¿Dormían sus enemigas igual que Maite? No, no dormían, el
zumbido del cuartucho inundaba la noche con calamitosa insistencia.
Fue ahí donde decidió que el problema
estaba en la falta de información que le colocaba en inferioridad de
condiciones. Falta, porque no sabía absolutamente nada de ellas, e inferioridad
porque ellas – no sabía cómo, pero esta certeza suya era indiscutible – lo
sabían todo sobre él. Sobre todo sabían de su miedo, y en las pasadas fugaces
que hacían sobre su cabeza cada vez que se acercaba a observarlas – siempre por
cierto, ya ves tú qué casualidad, sobre su sien derecha - creyó ver alguna vez
una sonrisa burlona brillando en sus incontables ojos. Por eso recibió con
alegría demente la llamada a primera hora de la mañana de su jefe, que le pedía
con educada exigencia que hiciera el favor de enviarle por correo electrónico
un par de documentos, imprescindibles para la supervivencia de la empresa y si
me apuras, de la humanidad.
Mientras agradecía al cielo la
propicia oportunidad de acercarse a la civilización, ensayaba el rostro de
desolación con el que iba a justificar a Maite su viaje esa misma tarde a la
ciudad. Después de una obra maestra de interpretación – vamos cariño, no te
preocupes por mí, yo me quedo aquí bien sola, leyendo… desde luego, tu jefe es
idiota – que le permitió que Maite le perdonase la travesura de la tarde
anterior y le diera la tarde libre, salió quemando neumáticos rumbo hacia la
única fuente de saber que podía darle toda la información que necesitaba para
enfrentarse a esas malditas: internet.
Aquella tarde aprendió todo lo que se
podía aprender sobre ellas: supo que eran de origen teutón – sonrió al leerlo,
siempre las había imaginado africanas, pero no, claro, esto tenía mucho más
sentido, explicaba su organización magistral, su potencia bélica demoledora, su
desalmada eficacia-, que debía haber una reina, que eran cazadoras, que sólo
dormían enigmáticamente durante unos pocos segundos en pausas sincronizadas de
toda la colonia, que respondían al sonoro nombre de Vespa crabro – lo del
nombre seco y duro le encantó - y que, oh desolación, en el mes de Septiembre
abandonarían su nido y morirían ellas solas.
Regresó a la sierra cabizbajo y con
unas ganas incomprensibles de llorar. Todo lo que había aprendido sobre ellas
le convenció de que en la esfera compacta de su organización sólo había un
resquicio por el que atacar: el ciclo natural que las condenaba a una muerte
segura en invierno. Estaban a mediados de Agosto, era raro que ya nadie usase
la piscina aquel año y sus enemigas tenían las semanas contadas. Pero, ¿era
acaso eso una victoria? ¿Qué tenía que ver él con el fin natural de aquel
enjambre demoledor? Nada. Aquella noche en la cena se desahogó contándole a
Maite todos sus descubrimientos:
-Así que ellas dejarán un par de
reinas invernando para el año que viene y habrán cumplido con su cometido de
perpetuar a su especie… y yo, habré dejado pudrir el agua de la piscina y habré
fracasado. Ellas ganan y yo pierdo – remató con ojos vidriosos.
-Oye… pero tú estás muy mal – le
respondió Maite algo anonadada.
Después de aquella noche, en la
semana escasa de vacaciones que aún les restaban, Lorenzo prácticamente no pisó
el jardín. La mayor parte del día la pasaba apaciguando delante del televisor
el cansancio acumulado en la sucesión ansiosa y sobresaltada de pesadillas que
eran sus noches. Cuando no estaba encerrado en casa era porque había conseguido
escaparse al pueblo para hacer cualquier cosa que le alejase de aquel escenario
odioso. Cada vez que se forzaba a salir al exterior tenía que sufrir la afrenta
de escuchar el zumbido feliz y monótono de alguna de ellas revoloteando a su
alrededor. Maite nunca había conocido a Lorenzo tan nervioso y ojeroso como en
aquellos días, y las veces que le encontró dando feroces toallazos al aire no
ayudaron a tranquilizarla. Los dos recibieron con alivio el fin de las
vacaciones.
El sedante de la rutina diaria y el
aburrimiento del trabajo calmaron algo su espíritu y Maite observó aliviada el
regreso del buen humor de su novio. Sus vidas se deslizaban algo
melancólicamente en esa alternancia de días lluviosos y calores seniles en los
que discurre el otoño, cuando Lorenzo desapareció para no volver más.
Cuando Maite se levantó una mañana de
sábado y comprobó que su novio no estaba en casa, sintió mucha hambre y deseó
que hubiese ido a por churros. A las doce le dejó un mensaje hiriente en su
móvil. A la hora de la comida, algo alarmada, comenzó el turno de llamadas a
amigos y familiares. A media tarde, con los nervios destrozados y el corazón
pequeñito, pequeñito, se dedicó a llamar a unos cuantos hospitales. A las doce
de la noche, ahogada en un mar de lágrimas volvió a llamar a Luisa, su mejor
amiga, y le pidió que viniera a pasar la noche con ella.
No encontraron ningún rastro ni de
Lorenzo ni de su coche. No se había llevado nada, ni siquiera el móvil que
Maite encontró al día siguiente silenciado en el cajón de la cómoda. Nadie
parecía haberlo visto desde la noche del viernes, ni los amigos, ni los
vecinos, ni los tenderos de la zona. Se había volatilizado. Maite se perdió en
una pesadilla de declaraciones, interrogatorios, sospechas, reproches y
justificaciones que no la acercaron demasiado a su novio desaparecido.
Dos semanas después, cuando sentada
en una terraza empezaba a dejar entrar en su cabeza la posibilidad de que
Lorenzo la hubiera abandonado, quizás por ser la posibilidad más piadosa de
todas las que se le habían ocurrido hasta entonces, vio que Jaime, un antiguo
compañero de universidad de Lorenzo con el que habían coincidido un par de
veces, se acercaba a saludarla. Le bastaron los saludos y frases de rigor para
darse cuenta de que Jaime no sabía nada de la desaparición de su novio y a ella
le invadieron una apatía y una tristeza gigantescas cuando pensó en explicar
otra vez toda la historia. Así que no lo hizo y se dedicó a contestar a Jaime
con monosílabos y alguna sonrisa forzada. Cuando Jaime se alejaba de ella, se
giró como si acabase de recordar algo y a una distancia de tres o cuatro metros
preguntó:
-Oye, ¿le valió a tu chico la
máscara?
Maite se enderezó en la silla, sintió
que un frio extraño le recorría la espalda y al fin preguntó:
-¿Qué máscara?
-Si hombre, la máscara vieja de
esgrima que le dejé. Me dijo que teníais un avispero no sé dónde…
Maite soltó un grito ahogado, volcó
la silla, agarró el bolso y salió arrollándolo todo a su paso y dejando muy
mosqueados a Jaime, que sintió que no iba a volver a ver su máscara de esgrima,
a una pareja salpicada hasta las cejas de cocacola y al camarero del bar que
veía que por tercera vez en lo que llevaba de día se le escapaban sin pagar.
Maite no llegó a asomarse a la trampilla porque a diez metros olió horrorizada lo que había sucedido. El primer guardia civil que cubriéndose la cara con un pañuelo para contener la arcada alumbró con una linterna el pozo oscuro de la depuradora, se encontró con el cuerpo hinchado de un hombre vestido con un mono de trabajo y la cara cubierta con una extraña máscara. A su alrededor, soldaditos de Xian que acompañan a su emperador para toda la eternidad, yacían los cadáveres de un centenar de avispas grandes como cacahuetes.
Hola, estupendo relato de humor negro, me he reído un cacho con las desventuras del protagonista. Personalmente, las veces que me ha tocado combatir himenópteros molestos siempre he utilizado el fuego con muy buenos resultados.
ResponderEliminarUn saludo
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ResponderEliminarnos ayude a ir encontrando muchos consejos que nos llamen la atención para mantener limpio nuestro espacio.