Hay temporadas en las que me desfondo, y mi ritmo de lecturas cae en picado. Lo asocio a que no tengo tiempo ni intensidad intelectual para todas mis aficiones, si me obsesiono con una dejo de lado las demás. Aunque también puede ser debido a que hay temporadas en las que lo que leo no termina de divertirme. Por suerte, de vez en cuando vuelve a caer en mis manos un libro de esos que desata de nuevo la pasión y te arrastra a leerlo sin descanso, despertando los remordimientos de la lectura rápida que arrastro desde la infancia, cuando hacía esfuerzos por leer despacio para que no se me acabara un tebeo nuevo.
El libro en cuestión se trata de Crímenes, de Ferdinand Von Schirach, un abogado criminalista alemán que ha empleado su experiencia para elaborar once magníficos relatos que sin ser ciertos están basados en retazos de casos reales. Puede que sea esto, junto con el estilo seco, conciso y descarnado, carente de florituras y metáforas lo que da a la obra un tremendo poder sugestivo. Me recuerda un poco a Stieg Larsson pero contando historias de una verosimilitud infinitamente superior. Dicen en la contraportada que lo más perturbador es que, situados en las mismas circunstancias, nosotros quizás habríamos cometido los mismos crímenes. Hombre, yo la verdad no diría tanto, en casi todos los casos los protagonistas se arrojan de cabeza a soluciones extremas dejando de lado la lógica más elemental. Yo diría que, situados en las mismas circunstancias, y estando igual de sonados, quizás habríamos cometido los mismos crímenes. En cualquier caso, estoy seguro de que hay muchísima gente que en las mismas circunstancias habrían actuado así, y con eso basta para saber que si los relatos no terminan de ser verdad, deben estar muy cerca de serlo. Podríamos decir, que el autor hace como Bruce Chatwin, que en lugar de contarnos media verdad nos contaba verdad y media. Además de relatarnos casos criminales, el autor, también se pasea por el filo de unos de los temas penales más comprometidos, el papel de la defensa en el caso de crímenes probados, y lo hace con solvencia.
Ferdinand nos habla del hombre tranquilo que acaba con el maltrato psicológico de toda una vida a hachazos, de los mafiosos de medio pelo que se encuentran con la horma de su zapato por culpa de un cuenco de té, de la desgracia de la riqueza, del genio escondido en un entorno de delincuencia que burla a la justicia, de dos nazis que se topan con una especie de Jason Bourne, de coartadas perfectas, crímenes por amor y locos de libro que odian a las ovejas o se quieren comer a su novia. Yo me quedo con la historia del guarda de museo condenado a vigilar la misma sala durante veintitrés años obsesionado con la escultura de un muchacho que no es capaz de sacarse una espina durante siglos. Estilo aparte, el cuento encajaría a la perfección en cualquier colección de Cortázar. Para terminar, el último cuento es una preciosa historia de amor y amistad, de salvación y esperanza y pesimista que es uno, por eso puede que me resulte la menos creíble.
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