domingo, 2 de octubre de 2011

Dulce y amargo

El proceso es más o menos así: presionas ligeramente con los dedos índice y pulgar hasta que notas que uno de ellos cede con suavidad de almohada. Sin liberar la presión, giras levemente la muñeca (no creo que el sentido del giro importe, pero seguro que hay alguna corriente que dice que está más sabroso si giras en el sentido de las agujas del reloj... o viceversa) hasta que se desprende. Ahora hay que prepararse para lo mejor: acercas su morro a tu nariz y aspiras, primero levemente y después con fuerza. Debes estar preparado para la oleada de dulzor que inunda tu cerebro. No todo el mundo lo está, G. no los soporta. A partir de ahí ya te lo puedes comer, aunque yo prefiero ensañarme y abrirlos primero para ver su apocalíptico interior morado.
Hasta aquí lo dulce, la hermosa experiencia de mi primera cosecha (sólo una docena, pero qué docena). Después, ay, sólo una semana después, lo amargo: bajo la iluminación de los focos del coche veo que su inclinación no es normal. A la carrera, con L. pelada de frío en brazos, me acerco hasta ella y noto que está seca y desprendida. Dejo para la luz del sol la búsqueda del culpable (¿jabalí, perro, intruso de dos patas?) y me voy a la cama pergeñando venganzas. A la mañana siguiente la extraigo sin esfuerzo, con la facilidad que da un tronco limpiamente cercenado, con huellas de diminuto castor. ¿Topo, ratón? Qué más da ya. Esta tierra no es para sentimentales. Adiós a la higuera de Juan.

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