La parcela que colinda con la nuestra al oeste sería una vez limpia un ejemplo de libro de la dehesa. En su extremo norte, se desparraman a la sombra de enormes encinas los exiguos restos de una construcción, apenas una endeble viga de madera, escombros de un pequeño muro y la huella de lo que debieron ser sus cimientos. Un día le pregunté a J.L. y me contó que eran los restos del chamizo que usaba hace más de treinta años un pastor para resguardarse. Aquel día J.L. me pintó un escenario de laderas despejadas hasta la carretera donde él y otros críos cazaban perdices a la carrera. Difícil de imaginar vista la selva de robles y jaras en la que se ha convertido la ladera. Mal se hubieran llevado las ovejas con esta jungla áspera, aunque cierta barrera habría agradecido el pastor, especialmente aquel día lejano en el que en un despiste su rebaño llegó hasta las vías del tren y decenas de ovejas cayeron aplastadas por un inoportuno regional. Fue el final del pastor y el principio (al menos uno de los principios) de la jungla.
Este año, se acumulan encima del armario de la cocina cuatro pequeños botes de cristal (o de vidrio, nunca llegaré a distinguirlos) que han ido apareciendo en la zona de las coníferas bajo el arrastre del rastrillo. En uno de ellos aún se podía leer su procedencia: antibiótico. Me imagino que son restos de los cuidados del pastor, y si aparecen ahora y no antes, debo suponer que es porque libre de jaras y robles el suelo ya ha alcanzado las cotas en las que pastaban las ovejas hace décadas.
El fin de semana pasado asalté la abandonada finca, empujado por las ganas de disfrutar de sus encinas, espantar algún corzo y ver si tenía suerte y encontraba algún frasco de cristal. Ahí siguen las encinas, más hermosas que nunca, y ni rastro de corzos o frascos de cristal. Lo que sí que es la parcela, es una alegoría perfecta de la cantidad de horas de trabajo que llevamos invertidas en estos cinco años. Nuestro terruño siempre parece un desastre impenetrable, hasta que te da por penetrar en algunas de las parcelas vecinas y a base de arañazos y tropezones recuerdas de golpe las toneladas de jara y robles resecos que hemos quemado en los últimos inviernos.
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