Ayer, en el instante que salía de un cajero automático, mientras me cruzaba con una pareja de ancianos, por uno de esos mecanismos mágicos e inexplicables del cerebro, me trasladé durante unos instantes intensísimos a un atardecer en el cuartel, ejerciendo de chófer de cocina, o dicho de manera menos rimbombante, repartidor de rancho. Si fue por la cercanía del cuartel, porque la colonia del hombre con el que me crucé la usaba hace doce años el sargento de turno, o porque tocaba hacer uno de estos viajes cósmicos, es algo que se me escapa, pero estos recuerdos que toman la forma de sensaciones recuperadas y que tan bien explica Marcel Proust a cuenta de una simple magdalena mojada en té, siempre me ha maravillado. Hace unos años escribí un cuento sobre el tema.
Mientras termino de abrocharme, empujo con el talón la puerta de calabozo y me siento en el suelo con las piernas cruzadas. Debo parecer un buda gordinflón y algo artrítico, pero qué le vamos a hacer. La postura es incómoda pero inexplicablemente funciona, así que renuncio a probar otras, admito este peaje. Todavía no he terminado de enrollarme la bufanda cuando la cámara se sella con un plonk que me da escalofríos. Nunca me he llevado bien con la oscuridad, aunque tampoco hace falta mucha luz para ponerse un gorro de lana y quedarse sentado en la posición del loto… si me viera mi mujer, con lo que me meto con ella y sus arranques místicos. Ya tengo práctica, así que no hay problema y hasta prefiero cerrar los ojos para aislarme del piloto rojo que me saca de mis casillas. Ya le hubiera dado una pedrada de no ser porque ya les digo, la oscuridad total e incontrolada no deja de darme algún miedo. Apoyo las manos sobre las rodillas, respiro hondo y de alguna manera siento que el vaho que exhalo flota a mi alrededor. Ya está todo, ahora no hay más que dejar vagar los recuerdos, sentir el frío, relajarme y esperar a que con un poco de suerte llegue el click.
Mientras termino de abrocharme, empujo con el talón la puerta de calabozo y me siento en el suelo con las piernas cruzadas. Debo parecer un buda gordinflón y algo artrítico, pero qué le vamos a hacer. La postura es incómoda pero inexplicablemente funciona, así que renuncio a probar otras, admito este peaje. Todavía no he terminado de enrollarme la bufanda cuando la cámara se sella con un plonk que me da escalofríos. Nunca me he llevado bien con la oscuridad, aunque tampoco hace falta mucha luz para ponerse un gorro de lana y quedarse sentado en la posición del loto… si me viera mi mujer, con lo que me meto con ella y sus arranques místicos. Ya tengo práctica, así que no hay problema y hasta prefiero cerrar los ojos para aislarme del piloto rojo que me saca de mis casillas. Ya le hubiera dado una pedrada de no ser porque ya les digo, la oscuridad total e incontrolada no deja de darme algún miedo. Apoyo las manos sobre las rodillas, respiro hondo y de alguna manera siento que el vaho que exhalo flota a mi alrededor. Ya está todo, ahora no hay más que dejar vagar los recuerdos, sentir el frío, relajarme y esperar a que con un poco de suerte llegue el click.
Lo necesito, la semana está siendo horrible, la huelga de transportistas, los camareros que fallan más que una escopeta de feria… dichoso país, si es que aquí no hay profesionalidad, ni seriedad, ni vergüenza. Pero así no va a salir, tengo que relajarme, obligarme a pensar en algo agradable. Vamos a ver, esto otras veces ha funcionado mientras recordaba unas Navidades de verdad, así que vamos a recordar. La semana pasada llegó el click mientras pensaba en las fiestas aquellas que todavía pasábamos en la casa del pueblo, así que por qué no repetir. Venga Luis, céntrate, a ver si sale, ponte en situación que no puedes estar toda la santa tarde aquí con el trasero helado, cómo se entere la parienta de donde vienen tus resfriados está apañado. Qué frío la virgen, ni abrigo ni leches, al final se cuela y no hay quien lo aguante… mira, como en la casa de los abuelos, que era una nevera de adobe la puñetera. Y encima sin agua caliente, ni calefacción. Nada, la gloria y un braserillo en la sala de estar debajo de las faldas de la mesa camilla. De televisión ni hablamos, claro. Anda que no hubo años que tuve que escuchar las campanadas por la radio. Menuda diferencia, ahora hasta me conecto con la Puerta del Sol vía satélite y me como las uvas cinco horas antes de la medía noche, todo un prodigio. Pero voy mal, no estoy centrado y no tengo tanto tiempo antes de que esto empiece a llenarse de gente. Estaba entonces en casa de los abuelos, y sí, es cierto: qué bien lo pasamos. Y eso que qué frio, qué incomodidad, la de horas que pasábamos los hermanos y los primos arremolinados alrededor de las pocas baldosas que templaba la gloria en la que medio ardía una paca de paja empapada. No había ni para leña. A ver, de dónde iban a sacar leña los viejos en aquella paramera sin un árbol. Otros la tenían, pero la comprarían, la traerían de fuera. ¿Cómo se llamaba aquel chaval? Uy la virgen, ya ni me acuerdo de cómo se llamaba, pues si que estamos bien. Anda que no nos gustaba colarnos en su casa, así como que no quería la cosa, y no sé si por el mecano aquel que le habían regalado sus padres o porque tenían chimenea. Mira que era raro su padre, en su casa siempre venían los reyes el día de Navidad, algo de lo más extraño que nos dejaba a todos un poco fastidiados, convencidos de que una espera de once días era una condena que no nos merecíamos. Qué le costaría esperar al seis de enero como todo el mundo. Ahora a mis hijos les da igual, tienen regalos el veinticinco, el seis y lo que haga falta, así que no disfrutan nada, no saben lo que es esperar y desear un regalo todo el año y… ¡Julian!, eso es, coño, se llamaba Julián. Pero no entrábamos en su casa por el mecano o el balón de turno, entrábamos porque tenía chimenea. Bueno, chimenea y una bandeja de turrones más generosa que la nuestra, eso también. Casi siento la sensación pegajosa de la ropa apestando a humo, el picor de las manos y las orejas calentadas en las brasas de la chimenea. Luego en cuanto entrábamos en casa y mi madre olía el pestazo a humo nos caía la bronca, el mismo ya habéis estado metiendo las narices en casa de otros. Pero es que hacía muchísimo frío. Por las noches daba hasta miedo irse a dormir, no se me olvida el contacto casi doloroso con las sábanas heladas, la pesadez de aquellas mantas de lana que habían abrigado a no sé cuantas generaciones de la familia. En fin, si les pido a mis hijos pasar unas navidades remotamente parecidas me mandan a paseo, pero nosotros mira que lo pasábamos bien.
Y todo esto sigue estando muy bien, pero no dejan de ser recuerdos y para tan poco viaje no necesitaba tantas alforjas, yo quiero lo otro, el click… cómo llamarlo… ¿revivir? No, no es exactamente eso. Es volver a sentir… aunque tampoco. La verdad es que es sentir como si fuera la primera vez pero sin que lo sea, una especie de viaje astral al pasado, o del pasado al presente, no sé. Es en definitiva una sensación de felicidad tan pura que no es comparable con ninguna otra cosa. El otro día se me ocurrió contárselo a Juan, el cultureta de mi hijo mayor que con eso de estar estudiando en una universidad en los USA cree que puede mirar por encima del hombro hasta a quien se la paga. Le estaba contando en la cena lo del click, sin contarle todo esto claro, que estaba su madre delante, y va me salta el muy sabiondo: “claro papá, eso es el poder de los olores y sabores, ya lo describió muy bien…” ¿Quién me dijo que lo contó muy bien? No me acuerdo, un franchute creo, algo de Marcelo no sé qué que le pasaba algo parecido al click cuando se comía una magdalena. ¿Qué me dijo de que buscaba el tiempo perdido? Si es que yo a mi chico no lo entiendo. Pero mira, en eso ya nos parecemos el tal Marcelo y yo, porque otra cosa no, pero yo no sé qué hago con el tiempo que al final del día no sé dónde lo he perdido. Y hablando de tiempo, deben ser cerca de las seis, en un ratito llegará la avalancha de gente y empiezo a sentirme algo entumecido, me temo que esta vez me voy sin el click. Parece que esta vez los recuerdos y el frío no bastan, pero espera, espera, que casi se me había pasado que tengo un as en la manga, o mejor dicho, en el bolsillo del abrigo. Vamos a recurrir al doping a ver qué pasa.
Saco la ramita de abeto que tanto me ha costado encontrar en este maldito país, froto la herida con la yema de los dedos y me llevo el aroma de resina a la nariz. Huele como los pinos que traía mi padre de madrugada… je, je, je, que jodido, mira que me enfadaba con él todos los años porque no me esperaba para ir a buscar el árbol, anda que me costó enterarme de porqué la manía de salir de madrugada a buscar el árbol de Navidad. Bendita inocencia. Cómo no iba a ir de madrugada si cada año se traía un pino del pinar del vecino, aquel viejo insoportable, el riñitas. Una rama decía él. Sí, sí, una rama pero bien grande y bien recta. Un día lo conté en casa y me miraron todos con cara de asco, como si el viejo fuese un asesino. Ahora como todo el mundo es ecologista, con piscina climatizada, pero ecologistas. Ya ni lo entienden, un año se me ocurrió comprarles un abeto que me costó una fortuna y cuando me quise dar cuenta estaba yo solo a mis cincuenta años colgando bolitas. Vale que estuviera mal andar talando árboles de madrugada, pero qué era una rama para aquel pinar tan espeso. Pues era una tarde en familia de verdad, anda que no nos poníamos contentos todos en cuanto sacaba mi madre las cajas de zapatos con las guirnaldas de colores, las bolas y los muñequitos cutres de trapo y luego a colgarlos todos, que no quedase ni uno en la caja, y mi padre gruñendo con que no hacía falta tapar el árbol y mi madre con déjalos, que la gracia está en ponerlo todo. Y luego venía el belén, que ya era cosa mía, con sus ríos y lagos de papel de hojalata, y las figuras de barro que a medida que pasaban los años, después de tantas aventuras con tanto niño cada vez estaban más mancos y más cojos, que más que un belén parecía un hospital de tullidos de guerra, y las praderas de musgo que por ponerlo todo casi tapaba el campanario de la iglesia. Ahora mira, no sé quién me dijo el otro día que hasta coger musgo está prohibido, que se estropea el ecosistema dicen. Bah, qué más da, en este país de mierda no hay musgo y mis hijos pasan de poner belenes ni nada que se le parezca.
Vuelvo a llevarme la ramita a la nariz y sí, no hay duda de que es ese olor, pero no termino de… estoy a punto de optar por medidas mayores y desenvolver uno de los mazapanes que mi madre me sigue haciendo llegar cada año en un paquete primoroso, cuando de repente, sorpresa, click, ahí está: a mi alrededor crecen los muebles del salón de la casa de mis padres, y se despliegan los adornos de cartulina clavados al techo con chinchetas y se balancean los reyes de chocolate colgados de la lámpara y nace un belén al pie de la mesita del teléfono y siento el calor de la calefacción de carbón siempre excesiva y el olor del pino furtivo y escucho las voces de mis hermanos, y huelo el consomé que lleva cociéndose a fuego lento toda la tarde, y me invade la felicidad y la impaciencia porque mi madre ponga al fin al alcance de nuestras manos la bandeja llena de turrones y polvorones que acaba de esconder en su habitación, que está helada porque tiene el radiador estropeado, y oigo las voces de mi padre diciéndome que salga de ahí y vuelvo a entrar en el salón y voy hasta el árbol a colocar la rata gris de trapo que mi hermana dice que no pega pero yo quiero colgarla como todos los años… y por desgracia creo que me he puesto de pie sin darme cuenta, quizás intentado enderezar la estrella en la punta del pino, porque de repente noto que me golpea en la nuca uno de estos malditos cadáveres congelados y pataplop, todo se evapora en un instante.
Qué le vamos a hacer. Debe ser tardísimo, así que me acerco hacia la puerta guiándome del piloto rojo de la luz de emergencia, que sí, que mejor no me lo cargo no sea que un día la líe. Doy al interruptor de apertura automática de la cámara frigorífica, me quito la bufanda y el gorro de lana y ya estoy desabrochando el abrigo cuando termina de abrirse la puerta y además del bofetón de calor húmedo y pegajoso me encuentro de frente con Basilio, el cocinero, que me da un susto de muerte. Le saludo con un buenas tardes y paso a su lado sin dar ninguna explicación, faltaría más, para eso soy el jefe. Mientras me voy a mi despacho, pienso que tendría que haberle llamado al orden, que he visto el cachondeo en sus ojillos de negro zumbón y esa sonrisilla de me lo habían contado pero no me lo creía y luego se dedicará a cotillear por ahí y al final se enterará mi mujer y me vendrá con el tú estás loco. Guardo toda la ropa en el armario del despacho y pienso que igual mañana, si termino antes de comer el dichoso balance de cuentas de fin de año, puedo volver a intentarlo con algo más de tiempo. Empapado en sudor me asomo a la ventana y me siento aplastado por el calor, y cierro los ojos porque no aguanto el resplandor del sol sobre la superficie azul del mar y porque no me veo capaz de enfrentarme a la puñetera palmera llena de guirnaldas y bolas de colores sin que me entre una depresión y un cabreo que sé que no me voy a quitar en toda la tarde. Así que me digo que no, que no y que no, que esta misma noche vuelvo a atacar a mi mujer, dichosa mulata de las narices, y esta vez la convenzo y nos volvemos para Madrid y montamos allí otro restaurante si hace falta, pero yo no paso aquí más años, que por mucho que me digan no me van a convencer de que unas navidades en el Caribe son lo mismo.
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