sábado, 26 de noviembre de 2011

El bosque comestible

Todavía no he podido leer el trabajo de Dave Jacke y Eric Toensmeierni tampoco el informe de Ken y Addy Fern. Tan solo he leído algunos párrafos sueltos del libro Aprovechar los Recursos Silvestres de Maurice Chaudiére y ni tan siquiera he tenido tiempo de leer La Revolución de una Brizna de Hierba, de Masanobu Fukuoka, pero la idea de bosque comestible, o Edible Forest, que no sé por qué me suena mejor en inglés, me seduce desde que nos compramos la parcela. En resumen, la idea consiste en reproducir en la pequeña escala de nuestros jardines los patrones de un bosque, eligiendo cuidadosamente las especies empleadas de forma que al final obtengamos un bosque donde todo a nuestro alrededor produzca comida. El resultado será una estructura de capas donde el dosel de frutales formará el techo del jardín, y el resto de niveles lo ocupará los arbustos, enredaderas, plantas perennes, hierbas y setas. 


Al fin, tendremos una bosque capaz de entregarnos frutas, bayas, semillas, flores, hierbas, setas y tubérculos todos ellos comestibles. Algunas plantas ofrecerán remedios medicinales y otras aportarán beneficios estructurales, como la creación de suelo, la eliminación de malas hierbas o simplemente la atracción de animales beneficiosos para nuestro jardín. 
Me he sorprendido al descubrir que detrás de este concepto, ha surgido hace ya tiempo todo un movimiento de permacultura y ecología, porque yo llegué a la idea de una manera natural sin haber leído aún nada, y en mi búsqueda de plantaciones, con la excepción mis amores imposibles (me pierden los arces y la coníferas, por ejemplo) siempre he orientado la búsqueda hacia especies de árboles, arbustos y trepadoras que puedan entregarnos algo que llevarse a la boca. Nogales, almendros, cerezos, castaños, pistachos, manzanos, perales, melocotoneros, caquis, higueras, frambuesos, arándanos, olivos, vides y otros muchos de una lista cada día creciente están en mis sueños. Hasta en las especies de coníferas y frondosas investigo la posibilidad de que vengan micorrizadas con setas comestibles. Será porque crecí leyendo a John Seymour, pero mi mujer se cachondea de mí cada vez que le pinto un futuro en el que nos dedicaremos a extraer aceite de nuestras cosechas de olivas, elaborar vinos capaces de competir con Vegasicilia o aprovechar excedente de manzanas para hacer una buena sidra. Soñador o no, es un hecho que para mis hijas no hay mayor felicidad que recoger zarzamoras, que nunca he visto invitados más contentos que aquellos a los que mi madre les decía que podían coger las ciruelas que quisieran de un árbol a punto de desplomarse por el peso de la fruta, o que pocos recuerdos de infancia tengo más vivos que aquella bolsa de cinco kilos de almendras recogidas furtivamente en una ladera que se suponía que no era de nadie. Debe estar en la naturaleza humana, porque de entre todas las labores del huerto y el jardín, no hay ninguna más gratificante que la recolección.


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