miércoles, 27 de agosto de 2014

Inspiración en la Naturaleza VI - Un jardín de cardos

No hay planta más denostada en nuestras tierras que el cardo. Cuando a una tierra se la considera improductiva se dice poniendo cara de asco: "¿Ahí vas a sembrar?... ahí no crecen más que cardos". Y si alguien se comporta de manera especialmente áspera o desagradable se le pude atacar con un "mira que eres cardo". Si quieres avisar sobre buenas prácticas hortícolas, el cardo es el hombre del saco: después de todos los santos, siembre trigo y recoge cardos. O en abril corta un cardo y saldrán mil. Y por supuesto, uno de mis favoritos: el que siembra cardos, recoge espinas. ¿Y qué son por estos lares estas plantas a las que les tenemos tantas ganas?, ¿alguna especie o género en concreto? Más bien no. Si un paisano de Castilla tuviera que escribir una entrada del diccionario, pues podría salir algo así como: "dícese de aquella planta con espinas que no es un cactus ni una zarza". Vamos, que tenemos tipos de cardos para aburrir. Cardo ajonjero, cardo bendito, cardo borriquero, cardo corredor, cardo de maría, cardo estrellado, cardo huso, cardo lechero, cardo mariano, cardo santo. Y luego, la excepción que confirma la regla, el único cardo querido, el cardo de comer, el estupendo Cynara cardunculus. Pero no nos dejemos deslumbrar por tanto nombre, porque exceptuando cuatro paisanos de campo, de igual forma que la gran mayoría sólo distingue entre tres especies de árboles, a saber árbol, pino y palmera, para un español estándar, hay tres tipos de plantas: verduras, flores y malas hierbas. Lo que se come es verdura, lo que se planta en un jardín es flor, y el resto, son malas hierbas. Y lo que sea mala hierba y pinche, pues cardo. Y como lo que no sean verduras o flores no se merecen vivir y punto, pues matarile a los cardos. Mientras sacaba fotos una mañana para una de estas entradas, una mujer mayor de un pueblo cercano se acercó a mi extrañada y me preguntó si estaba sacando fotos del desastre que era aquello. Lo hizo con el gesto desconfiado de quien teme que se vaya a hacer mal uso de una información, como si fuese a usar aquellas fotos para hacer mala publicidad del pueblo. Cuando le respondí que estaba fotografiando las flores porque me gustaban mucho, me miró como si estuviera pirado y por si las moscas, se justificó en tono de disculpa detallando todo el trabajo que habían hecho las mujeres del pueblo eliminando todas las malas hierbas a todo a mi alrededor. Y sí, a mi alrededor el paisaje era un estupendo y limpísimo erial. Al lugar que yo fotografiaba aún no había llegado el alcance de la patrulla de abuelas desbrozadoras, gracias a dios. Así que en semejante ambiente, no puedo menos que sonreír cada vez que me encuentro con la foto de un cardo en el jardín de un paisajista. Porque si hay algo que podemos agradecer a muchos paisajistas hoy en día, especialmente a todos aquellos que diseñan con vivaces, es el incorporar en sus jardines plantas que hasta ahora habían sido injustamente despreciadas. Entre ellas los cardos, que suelen ser una plantas excelentes a la hora de aportar estructura y textura en una composición y además pueden presumir de espartanas. Tengo un libro en el que aparece una foto de Great Dixter de Christopher Lloyd y en ese pedazo e instante concretos del jardín, las plantas que ponen acento y gracia a la composición son un par de ejemplares de Dispacus fullonum (un cardo de toda la vida) y alguna variedad de Verbascum. Y en las fotos del jardín de grava de Beth Chatto no es raro encontrarse ejemplares de Onopordum o Eryngium. Y ahí van unas fotos de un jardín de cardos algo birrioso que me encontré a la salida de un pueblo de Segovia, creo que diseñado por el viento, los pájaros y las nubes. Y si alguien se queda con ganas de más, Yolanda y María José las publican más bonitas que las mías en sus blogs: Cardos en el Jardín de Bemi y Cardos en el Blog de la Tabla






















 


lunes, 18 de agosto de 2014

Un tropezón lo tiene cualquiera

Hace años una colonia de avispones decidió que una esquina de mi casa era un buen sitio para establecerse. Inicié una guerra relámpago contra ellas que se saldó con alguna victoria pírrica y más de una humillante derrota. La mañana que como Gregor Samsa me desperté después de un sueño intranquilo, bañado en sudor decidí que mejor escribía mi pesadilla y que en nuestra parcela había sitio de sobra para avispones y humanos. Este es el cuento que salió, cuento al que vuelvo cada verano con el regreso de los avispones a su esquina. 

Un tropezón lo tiene cualquiera

Mientras Maite apretaba contra su sien una bolsa de hielo improvisada con una servilleta, él se juraba que no iba a permitir que aquellas malditas le estropearan las vacaciones. La verdad es que no ayudaban a calmar la ansiedad de su espíritu los comentarios de su novia, que ponía más empeño en hurgar en la herida de su orgullo que en tratar de aliviar el insoportable escozor.
-Jolín Lorenzo, si es que te estaba viendo. Ahí, metido de cabeza, sin camiseta siquiera, a pecho descubierto, eres la pera. No se le ocurre ni al que asó la manteca – presionaba Maite la servilleta y la autoestima de su novio.
-No ha sido cuando estaba dentro… uuuffff…. estaba fuera, bien lejos… aaayyyyy... no aprietes tanto… es que no son normales… cómo iba a imaginar… - gemía él.
Y mientras trataba de mantener la respiración abdominal en ocho tiempos, que nunca había entendido muy bien en qué consistía en las clases de yoga a las que iba obligado por su chica y mucho menos ahora, con un cigarrillo ardiendo en la sien, rumiaba su venganza y desconcierto.
En el fondo, además de dolorido y perplejo, sobre todo se sentía admirado por sus adversarias; las había infravalorado, estaba claro. El plan le había parecido infalible de puro simple: sólo había que asomarse a la trampilla, lanzar una piedra certera y correr como alma que lleva el diablo sin esperar ni un instante a ver los resultados del disparo. Pero los resultados del disparo habían sido demoledores. Cómo era posible, recordaba perfectamente la coreografía: arco perfecto del brazo a través de la portilla, leve giro de muñeca en el punto de máxima velocidad, el canto despidiéndose de los dedos con una leve caricia, el salto hacia atrás y el giro de cintura de agilidad cuasi-perfecta, el sprint potente… todo perfecto, de no ser porque un segundo después de finalizar la gloriosa carrera, un zumbido demoledor se abalanzó sobre él dejando a su paso un boquete en la sien derecha y unos cuantos miligramos de veneno circulando por su torrente sanguíneo, cifra despreciable en términos absolutos pero más que suficiente para hacerle gritar como un cochino en San Martín.
-Oye, se te está hinchando. ¿No deberías ir al médico? – insistía Maite.
Él negaba con la cabeza, hasta ahí podíamos llegar, dedicarse a proclamar su humillación en la sala de urgencias del ambulatorio, para que todo el pueblo se cachondease del pardillo de la capital. Desde la ventana del salón veía la superficie verdosa de la piscina – ay, lo peor era eso, la piscina estaba más verde cada minuto que pasaba – y se consoló pensando que la pedrada había sido potente y precisa. Imposible que hubiera sobrevivido el menor rastro de aquella metrópoli endemoniada.
Cuando Carlos, el amigo de Maite – en qué momento habían pasado de ser amigos con derecho a roce a amigos del alma, era una de esas cuestiones que escocían más o menos como el agujero de su sien - les dejó, a él y a Maite, las llaves de su chalé en la sierra, y con bastante sorna le sugirió, sólo a él, que a cambio de una saludable y gratuita quincena en el campo bien podría tener la delicadeza de limpiar la piscina de vez en cuando – nada, nada, pasar el limpiafondos un par de veces y sacar los bichitos con la redecilla, no me seas vago – se le olvidó comentar que para hacer eso tendría que enfrentarse al mal alado.
-No seas mal pensado hombre. Cómo iba a saberlo Carlos, mira que le tienes manía – se ofendía Maite.
-Pero cómo no va a haberlas visto antes. Si es que son enormes, así, como un cacahuete más o menos.
-¿Pelado o sin pelar?
-No me jodas Maite, que el picotazo me lo he llevado yo.
La guerra, como tantas otras, había comenzado con una escaramuza imprevista e inocente. Llevaba cinco días zanganeando a la sombra de los arces, adormecido por el efluvio de los parterres de lavanda y el bochorno de un agosto calurosísimo, cuando Maite se acercó decidida hasta su tumbona a darle ese empujoncito que necesitaba para despegarse de la dulce lona de floripondios: cariño, el agua está algo verde, ¿no crees?. Lo que traducido a un lenguaje más sencillo y directo, más masculino podríamos decir, significaba que más valía que moviera el culo de una vez y pusiera en marcha la depuradora, si no quería tener a su novia de morros durante el resto de las vacaciones.
Arrastrando las chancletas, maldiciendo a ese maldito presuntuoso que se había hecho construir una piscina olímpica, posiblemente con el único objetivo de amargarle a él el verano, se acercó hasta el sarcófago donde reposaba la maquinaria odiosa, un infierno dantesco de esferas, tubos, llaves, cables y gomas. Después de estudiar aquel caos concluyó, con un humor negro que le subía desde la boca del estómago, que para arrancar aquel aparato de tortura tenía que meterse en aquel cuartucho infestado de telas de araña. Ya había introducido el pie derecho por la trampilla y tanteaba nervioso en el vacío, en busca del anhelado contacto con el primer peldaño de la escalerilla, cuando escuchó por primera vez aquel zumbido maléfico que tan conocido llegaría a serle, y que en aquel momento le obligó a dar un salto espasmódico hacia atrás que terminó en baño involuntario.
Reponiéndose del susto y del remojón, con más miedo que cuidado, asomó de nuevo la cabeza por la escotilla y se dedicó a observar anonadado el nido de sus enemigas: un capullo del tamaño de un melón de seda color canela y aspecto de erupción volcánica, colgaba de la esquina superior izquierda del cuartucho. A su alrededor, oscuras y enormes, revoloteando a velocidades de vértigo, sus enemigas entraban y salían de su ciudadela por las bocas de túneles perfectos. Había algo en el conjunto que le recordó a una colonia alienígena, pensamiento aquel que, sustituido unas veces y complementado otras, por el convencimiento de estar enfrentándose a una inteligencia humanoide y multi-cerebral, no le abandonaría en toda la contienda.
-Pues a ver qué hacemos con la piscina, porque no sé cómo voy a llegar a ese interruptor.
-Bueno, tú no te preocupes. Ya llamo yo ahora a Carlos y le explico que no podemos limpiar la piscina, seguro que no se enfada; se va a reír un montón, eso sí.
¿Carlos? Y a él qué leches le importaba que se enfadase o dejase de enfadarse Carlos. Esto era un tema personal entre él y ellas, una guerra sin cuartel que sólo podía terminar con la aniquilación de su maldita estirpe. Y por cierto, en cuanto a lo de reírse que tuviera cuidado, no fuera a partirle la cara por gracioso. Todo esto, por supuesto, sólo osó pensarlo, no debemos olvidar que todo el lio empezó por no tener de morros a su novia durante el resto de las vacacione. Así que esta vez se limitó a murmurar un hombre, algo habrá que hacer, no vamos a dejar estropear la piscina a este chico, después de lo amable que ha sido con nosotros.
-Tú ni te acerques, a ver si vamos a tener un disgusto – ordenó Maite.
Mientras Maite subía a la planta de arriba a llamar por teléfono a Carlos – sí, estaba seguro de que Carlos se iba a reír, y para colmo diría algo del estilo de bah, pero que les dé una pedrada y punto; listillo, pedante y pretencioso de las narices – se acercó con disimulo a la trampilla, y sudando adrenalina, volvió a asomarse al espacio aéreo del enemigo. Sonrió: la pedrada no podía haber sido más certera, un hueco enorme se abría en las paredes del capullo dejando al descubierto las celdas hexagonales de sus incubadoras. Todavía paredes enteras se desprendían y revoloteaban hacia el cielo de esa torre invertida. Bin Laden cruel, disfrutó imaginando el caos atronador de polvo, hundimientos y desplomes que estarían sufriendo ahí adentro. Hasta con voraces incendios soñó y el dolor que obnubilaba su ojo derecho fue algo más dulce. Mezquino y fugaz consuelo de una victoria pírrica, que sólo duró hasta que se dio cuenta de que los trozos de nido que seguían cayendo, obedecían a una operación de derribo contralada por las engrasadas mandíbulas de sus enemigas. Santo Dios, estaban desmantelando la colonia. ¿Quería decir aquello que se marchaban, que abandonaban tan pronto el campo de batalla? No lo soñó ni por un instante, un enemigo de su nivel jamás perdería el tiempo en inutilidades. Eliminaban las zonas dañadas para volver a empezar con más fuerza, no había duda.
- Carlos dice que las dejes en paz, que son peligrosas, que no nos preocupemos de la piscina – voceó Maite desde la terraza.
Y él pensó que vaya por dios, que si se hubiera reído, él habría tenido la excusa perfecta para mandar a paseo los doscientos metros cúbicos de agua verdosa, y volver al huequecito adorable que su cuerpo había esculpido en la hamaca, pero que con su prudencia – si digo yo algo así, es que soy un gallina, pero cómo lo dice Carlitos, es que es muy prudente, si es que la estoy oyendo, rumiaba Lorenzo - el capullo de Carlos le dejaba en bandeja una oportunidad irrenunciable de demostrar a Maite quién era más hombre, que mucho chalé y mucho BMW, pero si no llega a estar él aquí todo el agua de la piscina para tirarla. Así que desde esa mañana, se lanzó a su cruzada particular contra ese muro biológico de destrucción masiva que le impedía alcanzar su, en estos momentos, único objetivo en la vida: el interruptor de la depuradora de la piscina de un capullo.
Tumbada en el césped, Maite se dio cuenta sorprendida de que su novio llevaba toda la mañana metido en el garaje, trajinando en un caos de trastos y herramientas y haciendo un ruido de mil demonios, y pensó esperanzada que igual esas vacaciones en el campo hicieran de él una persona capaz de cambiar una bombilla sin sufrir una rotura de ligamentos. Otra cosa habría pensado de saber que lo que intentaba su novio, era fabricar el arma definitiva que le otorgase una ventaja táctica sustancial con la que paliar la inferioridad en la que le colocaban el número, rapidez y potencia ofensiva de sus enemigas.  
Dentro del garaje, sudando a chorros, respirando el miasma de gasolina y aceite que desprendía la colección completa de maquinaria del jardinero perfecto, ideaba sin descanso mil ingenios que le permitieran ejecutar un ataque sorpresa, contundente y definitivo. Convertiría la fortaleza de aquellas malditas en una nueva línea Maginot. Fabricó largas pértigas de tubos de cobre empalmados con celofán, imaginó colosales tirachinas de neopreno y cócteles molotov de gasóleo incendiario, se recalentó los sesos pensando cómo insuflar presiones imposibles en el agua de una manguera y hasta sopesó sonriente una motosierra. A la hora de la comida ya se había dado cuenta de que una simple pedrada había valido para destrozar la base de sus enemigas y sufrir una humillante derrota. Su problema era defensivo, no ofensivo. 
Por la tarde, aprovechando la siesta de Maite, varió la orientación de su búsqueda y antes de que la brisa del atardecer arrastrara algo del bochorno de aquel día horrible, ya había ideado mil armaduras que le protegieran de los peligrosos aguijones, pero, ay, todas incompletas e inútiles. Cómo era posible que entre todas esas toneladas no hubiera un maldito casco, se preguntaba lleno de grasa y sudor después de recolocar por tercera vez la pila de herramientas y trastos viejos del capullo de Carlos.
Aquella noche se acostó después de haber hecho el mayor esfuerzo físico de sus últimos quince años, nervioso, dolorido y humillado, con el sabor amargo de sentirse vencido antes de presentar batalla.  Se levantó después de una noche de pesadilla con las primeras luces de un día que prometía ser tan caluroso como el anterior, y corrió hasta el cuarto de la depuradora. Tenía la vaga esperanza de que hubieran abandonado la plaza asustadas por el ataque del día anterior y él pudiera recuperar la paz de su verano. Aún con la sombra condensada en el cartucho a aquellas horas de la mañana, pudo comprobar que su pesadilla no había terminado. La colonia había renacido con fuerzas renovadas, y lo que era peor, se había duplicado: en una pequeña repisa, justo al lado del interruptor, casi taponándole, alrededor de uno de los pedazos que se desprendieron como consecuencia de su ataque, el ejército alado había levantado una nueva fortaleza gemela de la primera, de manera que, si antes llegar a encender la depuradora dependía de una pericia y una valentía inimaginables, ahora, bajo el control absoluto de las dos torres vigías, se podía concluir que era una misión imposible.
Mens sana in corpore sano, se dijo. Se calzó unas playeras gastadas y descoloridas del capullo de Carlos y salió a correr, actividad olvidada desde sus tiempos universitarios. Cuando media hora más tarde entró en la cocina, empapado en sudor y echando espumarajos por la boca – Maite no dio crédito a lo que estaba viendo, ¿había abducido algún extraterrestre a su novio? – ya tenía trazado un nuevo plan, era necesario aplicar tácticas bélicas modernas: ¿por qué afrontar un contacto cuerpo a cuerpo pudiendo permitirse medios de ataque mucho más rápidos y mortíferos?
Con la excusa de comprar el pan y el periódico se acercó hasta el pueblo y regresó cargado con un arsenal químico: dos insecticidas, un repelente, un atrayente y la joya de la corona de su armamento: una trampa para insectos. La trampa de plástico transparente era una especie de nasa para centollos adaptada al tamaño de sus enemigas. Buscó un cordel de longitud más que prudente, rellenó la trampa de atrayente, descolgó con cuidado y placer inmensos el invento hasta entorpecer el recorrido que hacían las malditas entre sus dos fortificaciones que no cesaban de crecer, y se sentó a observar el genocidio.
Los primeros minutos pensó que el aroma del atrayente aún no habría llegado hasta ellas. Después de la primera hora empezó a admitir la posibilidad de un nuevo fracaso. A la hora de la siesta, más ofuscado y sombrío que nunca por la inutilidad de la trampa – en tres horas había servido para capturar una mosca y dos polillas - vio con claridad que sus enemigas no eran obreras normales. No acudían ni al agua ni a la comida ni a la basura, jamás entraban en casa ni se acercaban a ellos; simplemente se mantenían centradas en su tarea de construcción incansable, con una frialdad y un desdén hacia su enemigo sumamente irritantes. Eran soldados, zapadores perfectamente entrenados por milenios de evolución genética, no había duda.
No se dejó vencer por el desaliento y ejecutó su plan b (o c, o d, o z, ya no sabía muy bien en cuál se llegaba) Cerró la puerta de la trampilla - ahí pensó si no sería tan sencillo como eso, encerrarlas y hacer caso a Maite y al capullo de Carlos, olvidarse de ellas y confiar en su muerte por inanición, pero sintió que aquella sería una forma mucho más cruel de derrota -, agitó con furia el espray y abriendo una pequeña rendija en la puerta inundó de insecticida el cuarto. Se convencía de que no había ser vivo que pudiera soportar dosis tan altas de veneno, cuando escuchó el zumbido atronador y se dio cuenta de que una tropa apocalíptica de amazonas furiosas salían en estampida del cuartucho a través de un respiradero escondido entre un bosque de salvia y tomillo. Aterrado lanzó el bote de espray contra la nube maldita, corrió despavorido, perdió las chancletas, tropezó con un seto de durillo, desde el suelo gritó el primer ¡¡¡MAITE!!!, se levantó y volvió a  dar una panzada contra el suelo, gritó su segundo ¡¡¡MAITE!!! mientras desesperado desenredaba su pie derecho de una manguera. Al fin libre corrió hacía casa chillando un ¡¡¡MAITE MÉTETE EN CASA POR DIOSSSS!!!! que se hizo añicos contra los ojos espantados de Maite que, petrificada en el porche veía como su novio se abalanzaba sobre ella, la agarraba de la cintura, la arrastraba dentro de casa y cerraba la puerta corredera con un empellón que a punto estuvo de arrancarla de su marco. 
Aunque una avanzadilla furiosa de sus enemigas chocaba contra el cristal de la puerta, hubo un instante en el que deseó estar fuera, justo el momento en el que vio los ojos asesinos de Maite asegurándole que hasta ahí habían llegado. Dio un paso hacia atrás, se encogió de hombros y sonrió bobaliconamente. Puede que esa sonrisa evitase que aquel momento fuese el fin de su feliz noviazgo, porque sorprendentemente todo terminó con un sibilino:
-Lorenzo, ¿quieres hacerme el jodido favor de olvidarte de la piscina?
Que él recordase, aquella fue la primera vez que oyó salir un taco de los labios adorables de Maite, motivo más que suficiente para animarle a abandonar de una vez por todas la empresa y esconder su arsenal químico en el rincón más oscuro de la estantería más alta del trastero, el único sitio dónde podía confiar que no fuesen encontrados por el capullo de Carlos en muchos años.
No fue tan fácil, la medida de su obsesión crecía a la misma velocidad con la que la contienda se hacía más y más peligrosa. Aquella noche, cuando estaba seguro de que Maite dormía, se acercó de nuevo hasta el cuartucho abriendo la esperanza a la última oportunidad que veía en el horizonte. ¿Dormían sus enemigas igual que Maite? No, no dormían, el zumbido del cuartucho inundaba la noche con calamitosa insistencia.
Fue ahí donde decidió que el problema estaba en la falta de información que le colocaba en inferioridad de condiciones. Falta, porque no sabía absolutamente nada de ellas, e inferioridad porque ellas – no sabía cómo, pero esta certeza suya era indiscutible – lo sabían todo sobre él. Sobre todo sabían de su miedo, y en las pasadas fugaces que hacían sobre su cabeza cada vez que se acercaba a observarlas – siempre por cierto, ya ves tú qué casualidad, sobre su sien derecha - creyó ver alguna vez una sonrisa burlona brillando en sus incontables ojos. Por eso recibió con alegría demente la llamada a primera hora de la mañana de su jefe, que le pedía con educada exigencia que hiciera el favor de enviarle por correo electrónico un par de documentos, imprescindibles para la supervivencia de la empresa y si me apuras, de la humanidad.
Mientras agradecía al cielo la propicia oportunidad de acercarse a la civilización, ensayaba el rostro de desolación con el que iba a justificar a Maite su viaje esa misma tarde a la ciudad. Después de una obra maestra de interpretación – vamos cariño, no te preocupes por mí, yo me quedo aquí bien sola, leyendo… desde luego, tu jefe es idiota – que le permitió que Maite le perdonase la travesura de la tarde anterior y le diera la tarde libre, salió quemando neumáticos rumbo hacia la única fuente de saber que podía darle toda la información que necesitaba para enfrentarse a esas malditas: internet.
Aquella tarde aprendió todo lo que se podía aprender sobre ellas: supo que eran de origen teutón – sonrió al leerlo, siempre las había imaginado africanas, pero no, claro, esto tenía mucho más sentido, explicaba su organización magistral, su potencia bélica demoledora, su desalmada eficacia-, que debía haber una reina, que eran cazadoras, que sólo dormían enigmáticamente durante unos pocos segundos en pausas sincronizadas de toda la colonia, que respondían al sonoro nombre de Vespa crabro – lo del nombre seco y duro le encantó - y que, oh desolación, en el mes de Septiembre abandonarían su nido y morirían ellas solas.
Regresó a la sierra cabizbajo y con unas ganas incomprensibles de llorar. Todo lo que había aprendido sobre ellas le convenció de que en la esfera compacta de su organización sólo había un resquicio por el que atacar: el ciclo natural que las condenaba a una muerte segura en invierno. Estaban a mediados de Agosto, era raro que ya nadie usase la piscina aquel año y sus enemigas tenían las semanas contadas. Pero, ¿era acaso eso una victoria? ¿Qué tenía que ver él con el fin natural de aquel enjambre demoledor? Nada. Aquella noche en la cena se desahogó contándole a Maite todos sus descubrimientos:
-Así que ellas dejarán un par de reinas invernando para el año que viene y habrán cumplido con su cometido de perpetuar a su especie… y yo, habré dejado pudrir el agua de la piscina y habré fracasado. Ellas ganan y yo pierdo – remató con ojos vidriosos.
-Oye… pero tú estás muy mal – le respondió Maite algo anonadada.
Después de aquella noche, en la semana escasa de vacaciones que aún les restaban, Lorenzo prácticamente no pisó el jardín. La mayor parte del día la pasaba apaciguando delante del televisor el cansancio acumulado en la sucesión ansiosa y sobresaltada de pesadillas que eran sus noches. Cuando no estaba encerrado en casa era porque había conseguido escaparse al pueblo para hacer cualquier cosa que le alejase de aquel escenario odioso. Cada vez que se forzaba a salir al exterior tenía que sufrir la afrenta de escuchar el zumbido feliz y monótono de alguna de ellas revoloteando a su alrededor. Maite nunca había conocido a Lorenzo tan nervioso y ojeroso como en aquellos días, y las veces que le encontró dando feroces toallazos al aire no ayudaron a tranquilizarla. Los dos recibieron con alivio el fin de las vacaciones.  
El sedante de la rutina diaria y el aburrimiento del trabajo calmaron algo su espíritu y Maite observó aliviada el regreso del buen humor de su novio. Sus vidas se deslizaban algo melancólicamente en esa alternancia de días lluviosos y calores seniles en los que discurre el otoño, cuando Lorenzo desapareció para no volver más.
Cuando Maite se levantó una mañana de sábado y comprobó que su novio no estaba en casa, sintió mucha hambre y deseó que hubiese ido a por churros. A las doce le dejó un mensaje hiriente en su móvil. A la hora de la comida, algo alarmada, comenzó el turno de llamadas a amigos y familiares. A media tarde, con los nervios destrozados y el corazón pequeñito, pequeñito, se dedicó a llamar a unos cuantos hospitales. A las doce de la noche, ahogada en un mar de lágrimas volvió a llamar a Luisa, su mejor amiga, y le pidió que viniera a pasar la noche con ella.  
No encontraron ningún rastro ni de Lorenzo ni de su coche. No se había llevado nada, ni siquiera el móvil que Maite encontró al día siguiente silenciado en el cajón de la cómoda. Nadie parecía haberlo visto desde la noche del viernes, ni los amigos, ni los vecinos, ni los tenderos de la zona. Se había volatilizado. Maite se perdió en una pesadilla de declaraciones, interrogatorios, sospechas, reproches y justificaciones que no la acercaron demasiado a su novio desaparecido.
Dos semanas después, cuando sentada en una terraza empezaba a dejar entrar en su cabeza la posibilidad de que Lorenzo la hubiera abandonado, quizás por ser la posibilidad más piadosa de todas las que se le habían ocurrido hasta entonces, vio que Jaime, un antiguo compañero de universidad de Lorenzo con el que habían coincidido un par de veces, se acercaba a saludarla. Le bastaron los saludos y frases de rigor para darse cuenta de que Jaime no sabía nada de la desaparición de su novio y a ella le invadieron una apatía y una tristeza gigantescas cuando pensó en explicar otra vez toda la historia. Así que no lo hizo y se dedicó a contestar a Jaime con monosílabos y alguna sonrisa forzada. Cuando Jaime se alejaba de ella, se giró como si acabase de recordar algo y a una distancia de tres o cuatro metros preguntó:
-Oye, ¿le valió a tu chico la máscara?
Maite se enderezó en la silla, sintió que un frio extraño le recorría la espalda y al fin preguntó:
-¿Qué máscara?
-Si hombre, la máscara vieja de esgrima que le dejé. Me dijo que teníais un avispero no sé dónde…
Maite soltó un grito ahogado, volcó la silla, agarró el bolso y salió arrollándolo todo a su paso y dejando muy mosqueados a Jaime, que sintió que no iba a volver a ver su máscara de esgrima, a una pareja salpicada hasta las cejas de cocacola y al camarero del bar que veía que por tercera vez en lo que llevaba de día se le escapaban sin pagar.
Maite no llegó a asomarse a la trampilla porque a diez metros olió horrorizada lo que había sucedido. El primer guardia civil que cubriéndose la cara con un pañuelo para contener la arcada alumbró con una linterna el pozo oscuro de la depuradora, se encontró con el cuerpo hinchado de un hombre vestido con un mono de trabajo y la cara cubierta con una extraña máscara. A su alrededor, soldaditos de Xian que acompañan a su emperador para toda la eternidad, yacían los cadáveres de un centenar de avispas grandes como cacahuetes. 

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