martes, 19 de junio de 2012

Rambunctious Garden


Suelo desconfiar de los conceptos más o menos románticos que llevan en su nombre el sufijo -ismo. El sufijo, que de acuerdo a la RAE forma sustantivos que suelen referirse a doctrinas, sistemas, escuelas, movimientos o actitudes, en principio debería ser inocente, pero la realidad es que a lo largo de la historia muchas de las doctrinas, sistemas, escuelas, movimientos o actitudes terminadas en -ismo y nacidas en fuentes muy diversas, más o menos generosas, o más o menos abominables, se han ido acercando más o menos rápidamente, como atraídas por un poderoso imán, hacía un núcleo nefasto que también termina en -ismo: el radicalismo o extremismo.
Independientemente de la buena voluntad de las que muchas veces han surgido, y en ocasiones precisamente empujados por esa buena voluntad, ha habido movimientos que han acabado en posiciones extremas que han terminado por ser tan dañinas como el problema que querían resolver. Creo que si no ha pasado, está empezando a pasar con el ecologismo, y en el fondo, este libro de Emma Marris trata de esto, de como determinadas posturas asentadas en el colectivo ecologista como verdades absolutas y como pilares de sus principios conservacionistas (lo dicho para los sustantivos acabados en -ismo también puede valer para los adjetivos acabados en -ista) no son tales verdades y además más que pilares son zanjas que horadan los cimientos.
Gran parte de los principios conservacionistas aclamados por los movimientos ecologistas y aplicados por los gobiernos en sus parques naturales, se basan en el mantenimiento o retorno de los ecosistemas a su estado primitivo, esto es, anterior a la llegada del ser humano y por ello se basan en el establecimiento de una línea base temporal, que define el estado a mantener o retornar. La autora del libro nos demuestra que este principio falla por la base, ya que no existen ecosistemas que no hayan sido alterados por el hombre, ni tenemos capacidad de determinar una línea base que sea realmente objetiva. Un ejemplo que me ha encantado: los bisontes. La idea que tenemos todos en la cabeza acerca de las llanuras del medio oeste americano antes de la llegada de Cristóbal Colón, es la imagen que se encontraron Lewis y Clark a principios del XIX, la de una extensa sabana repleta de interminables mandas de bisontes que el hombre blanco exterminó. Por lo tanto ese sería el estado ideal a recuperar, porque el continente antes de la llegada de Colón estaba "intocado". ¿Pero esto es cierto? ¿No es posible que cuando Lewis y Clark llegaron al medio oeste americano las manadas de bisontes vivieran un periodo de especial bonanza debido a la mortandad entre la población indígena ocasionada por los virus traídos por los europeos siglos antes? Y si fuera así, ¿cuál sería la línea base a retornar? ¿La que marca la llegada de los primeros españoles al continente? ¿Por qué? Porque esto nos lleva a otra mentira, que es suponer que sólo el hombre occidental ha sido dañino para el equilibrio de ecosistemas. Está demostrado que los maoríes a su llegada a Nueva Zelanda la liaron parda y fueron capaces de llevar a la extinción a todas las especies que se dejaron, de igual forma que cada vez hay más voces que señalan que la megafauna del continente americano, animales tan sorprendentes como los mamuts o los tigres de diente de sable, fueron llevados a la extinción por la acción directa de los primeros indígenas. Así, ¿por qué la línea base temporal debe ser la marcada por la llegada de los europeos, por qué no la marcada por la llegada de los primeros indios?
Para seguir complicando las cosas, el ecologismo también asume que sin la acción del hombre, los ecosistemas alcanzan un estado de equilibrio permanente, que es al que les debemos devolver, cosa que Emma Marris también nos demuestra que es falsa. El cambio climático no antropogénico, la evolución de las especies, los incendios naturales, las erupciones volcánicas y los accidentes de la naturaleza en general, han variado siempre la naturaleza y lo seguirán haciendo estemos o no estemos nosotros. 
Al final el libro es una llamada a asumir que el mundo que nos toca vivir es un mundo drástica e irremediablemente humanizado, y que la mejor manera de conservarlo, no es tratar de volver a un pasado utópico, desconocido y falsamente estable, ni centrar enormes recursos en medidas  conservacionistas imposibles y dedicarlos en cambio a estudiar y mejorar nuestros entornos, todos nuestros entornos, de manera que sean más ricos y sostenibles. Y hacerlo sin prejucios, sin desprecio a lo exótico por el simple hecho de ser exótico, o a lo humano por el simple hecho de ser humano.  Y ante todo, el libro es un codazo para hacernos despertar y que empecemos a pensar que la naturaleza no son sólo las montañas y los bosques protegidos, que la naturaleza está en todas partes, en nuestros jardines, sembrados, huertos, parques, calles y terrazas, y que en todos esos sitios se puede mejorar, conservar y disfrutar.
¿Y entonces qué, no hacemos nada? Al contrario, hacemos más. Los primero es cambiar la perspectiva. La autora pone como ejemplo uno de esos juegos ópticos en los que un dibujo es un pato o un conejo en función de cómo enfoques la vista. Vemos una imagen, incapaces de ver nada más allá de ella, hasta que de repente en nuestro cerebro hay un click con el que la otra figura aparece de manera sorprendente. En relación a la conservación y mejora de la naturaleza, debemos buscar ese click. La orientación actual encaminada al mantenimiento de áreas protegidas y mantenidas en su estado salvaje y prístino, nos hace ver un globo con una pocas y cada vez menores islas de naturaleza en él. La naturaleza es el primer plano y las tierras dominadas por el hombre el fondo. Debemos cambiar el enfoque, y ser capaces de ver el mundo como un montón de islas (que cada vez deberían ser menores) formadas por las superficies construidas y asfaltadas. Carreteras, urbanizaciones, casas y centros comerciales donde nada puede crecer no son más que un primer plano diminuto sobre un fondo formado por todo lo demás, que es naturaleza. Naturaleza es tanto un campo de maíz como el macizo de Ordesa, y tanto en uno como en otro se pueden hacer cosas para mejorar, muchas veces de una manera más fácil e impactante en el primero que en el segundo. 
En lugar de focalizar nuestros esfuerzos en devolver los ecosistemas a un estado natural, que como ya hemos señalado desconocemos y no es tan estable como pensamos, debemos centrarlos en conseguir resultados de acuerdo a objetivos valorables, como puede ser favorecer la regeneración de los bosques, recuperar una zona contaminada o incorporar especies que favorezcan la biodiversidad. Y utilizar para ello los recursos que tengamos a mano, todos los recursos, sin autoliminitarnos ni complicarnos con restricciones ideológicas del tipo "esto no, porque es exótico y por lo tanto malo".
En los últimos capítulos Emma habla sobre la importancia de que a título individual, propietarios y empresarios cambien las perspectiva de sus jardines, renuncien a la belleza establecida por los estándares al uso, y dejen sus parcelas a especies nativas de bajo mantenimiento que sirvan de ecosistema a muchas especies y ayuden a mejorar la diversidad. En definitiva, habla con otras palabras del Tercer Paisaje y el Jardín Planetario de Gilles Clement. 

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