martes, 22 de julio de 2014

Escuchar no siempre es fácil

Hace unos años me dio por escribir relatos cortos. La cosa tuvo su gracia, y hasta fue una afición bien remunerada porque gané un par de concursos locales que me dieron para pegarme un par de cenas con amigos en homenaje a la literatura. Pues uno de los relatos, inspirado por los intentos arboricidas del entonces alcalde de Madrid en el Paseo de Recoletos, hizo que más de un familiar y amigo me mirase con cara de que se me estaba yendo la pinza. Como si yo tuviese algo que ver con el protagonista del cuento, ya ven, dónde quedará la libertad de la creación literaria. Pero en fin, que ahora resulta que mi cuento tenía hasta fundamento científico. Este: los árboles emiten un sonido específico cuando tienen sed


Por si a alguien le interesa el cuento, ahí va: 

Escuchar no siempre es fácil

No, si al principio tenía su gracia, era divertido. Si llego a ser hasta rentable, con eso le digo todo. Con la moda de los chalets y todo eso de la vuelta al campo hice mucho dinero, ya ve usted. Pero enseguida se me fue de las manos. Cuando empezó no era más que un susurro muy débil, casi un suspiro, un ronroneo extraño que se agitaba dentro de mi cabeza, algo que crecía día a día y que por algún motivo que no alcanzo a entender sabía que procedía de ellos. El murmullo parecía nacer en mi cerebro, pero yo sabía que eran ellos los que me hablaban, aunque la verdad es que no entendía nada. Sí, es difícil de entender, hasta a mí me cuesta entender que entendía que no entendía, o mejor dicho, que entendía que era a ellos a los que no entendía… no sé si me entiende. Quizás lo acertado sea decir que sentía que me decían algo que yo no era capaz de descifrar. La verdad es que al principio me resultaba difícil diferenciarlo del rumor de las hojas, salvo porque me turbaba de una manera incomprensible. Y luego estaba lo otro, las cosas extrañas, como eso de oírlos rugir en un día en el que no corría ni una gota de aire… o al revés, sentirlos susurrar muy bajito, muy bajito a mis espaldas en medio de un temporal de mil demonios. No tenía sentido. Ahora pienso que les había podido oír siempre, pero que no me di cuenta hasta entonces. Y de repente, una mañana de sábado, de buenas a primeras, mientras leía el periódico sentado en la terraza, descubro que entiendo algunas cosas. Se puede imaginar cómo me quedé. ¿La primera?... pues déjeme que piense… ah, sí, claro, la larga hilera de aligustres rechonchos de mi calle decía a coro algo así como basta ya de tanta poda. No se ría, que es verdad… No, no es que hubiera descifrado su lenguaje, sobre todo porque no creo que sea un lenguaje, al menos en el sentido de comunicación verbal… obviamente es algo distinto. Por ejemplo, no sería capaz de hablarlo, ni por supuesto de escribirlo, sencillamente…  ¿un lenguaje diferente a todos los lenguajes conocidos? No creo, porque entonces seguiría siendo un lenguaje y ya le digo que no creo que lo sea… ¿cómo dice?... a ver, a ver, que un lenguaje es cualquier cosa que sirva para darnos a entender algo. Bueno, me parece una buena definición, y entonces sí, lo será. No sé, seguro que usted de eso entiende más que yo. Yo sólo sé que de repente empecé a entender. Al principio fueron palabras sueltas, luego frases inconexas, y enseguida mensajes con todo el sentido del mundo… sí, eso es, mensajes, porque hablar de palabras o frases tendría sentido si fuera un lenguaje como los demás, pero no lo es, ya le digo, así que la mejor descripción que se me ocurre es esa, mensajes, o ideas quizás. Ideas. Casi siempre concisas y muy triviales, pero ideas con sentido. Fue entonces cuando empecé a pensar que me había vuelto loco. Ya entonces estuve tentado de pedir ayuda a algún colega de usted, pero es que un día así medio jugando me di cuenta que de loco nada. Había un platanero en la esquina de mi calle que fue llegar el mes de agosto y se pasaba todo el día con la matraca de tengo sed, tengo sed, tengo sed… Así que una noche, bien de madrugada para que nadie me viera, me bajé con un par de cubos y no vea el suspiro de alivio que soltó. Y así empecé, ya que les escuchaba, intentaba ayudarles en lo que me pedían. Porque sobre todo pedían y rogaban y a veces hasta suplicaban, y eso es precisamente lo que llegó a convertirse en un problema, un enorme problema… ¿Las gracias? No, nunca dan las gracias; parece que deberían hacerlo, les pega, uno diría que son espíritus generosos ¿verdad? Supongo que ni siquiera sabrán que tienen que agradecer nada, a fin de cuentas no creo que ellos me hayan llegado a entender a mí nunca. Pero como le iba diciendo: que el camelio de la maceta de la vecina se pasaba toda la noche venga con que la cal le abrasaba, pues investigaba un poco por internet, visitaba viveros, y un día, mientras sacudía la alfombra, haciéndome el despistado le dejaba caer a la vecina que tenía un corrector de la acidez que le vendría muy bien a su camelio. No siempre era tan sencillo, a veces me obligaban a meterme en situaciones muy comprometidas, como aquella vez que el vecino del segundo, un viejo antipático y terco me pilló fumigando a escondidas el cerezo que maltrataba en una maceta… no, no me colé en su casa, lo hice desde la ventana del patio comunal, la cabeza encajada entre los barrotes de la verja y el hombro derecho a punto de dislocárseme intentado llegar hasta las ramas altas, donde estaba el dichoso pulgón, bicho asqueroso que no da más que dolores de cabeza. Otra mañana en el Retiro un jovencito engominado que parecía el encargado de las cuadrillas de jardineros y luego supe que era ingeniero de no sé qué, se ofendió muchísimo porque me acerque a señalarle modestamente que un cedro del atlas azul estaba plagado de araña roja. Poco menos que me mandó a la mierda, pero bien sé que luego me hizo caso y fumigaron hasta que el cedro dejó de quejarse de ese horrible picor en la base de sus acículas. Y así, poco a poco empecé a conocerlos, a ver que tenían su propia personalidad, y tuve que comprarme unos cuantos libros para poder llamarlos por su nombre… ¿qué cómo es posible que tengan personalidad si ni siquiera tienen un lenguaje?  Bueno, ¿no hemos quedado en que sí tienen lenguaje? Es lo mismo, la verdad es que no lo sé, hay que ver las preguntas que me hace usted, pero la tienen. Cada especie, cada género, hasta cada familia, tiene una serie de rasgos distintivos, de marcas en el carácter que los diferencia del resto, con excepciones, claro. Una encina por ejemplo, te puede salir chillona y alegre, pero es raro; suelen ser bastante discretas, sobrias, casi diría que estoicas. Por eso cuando la cosa empezó a empeorar me gustaba pasar largas temporadas perdido por las dehesas extremeñas. ¿Más ejemplos? La Magnolia es bastante coqueta y remilgada, un poco diva, siempre mirando por encima del hombro. Los eucaliptos son muy espirituales; no puedo asegurarlo, pero yo diría que rezan. Y hablando de rezos ahí tenemos al ciprés, que cada vez que alguien me pregunta que por qué siempre estarán en los cementerios me da una risilla floja, porque no hay un sitio mejor para los cipreses, que son tristes y fúnebres como ellos solos. Y en fin, que lo que empezó siendo curiosidad acabó siendo necesidad. Un buen día empezó a correr la voz entre mis familiares y conocidos de que tenía muy buena mano con las plantas, y mucha gente me venía con sus problemas. Y ale, yo cada vez más orgulloso, más vanidoso y más curioso.  Navegaba horas por internet, participaba en foros, compré libros de arboricultura, enciclopedias botánicas, catálogos y luego empecé con los viajes. Me gasté una millonada en recorrer el mundo, siempre buscando bosques y jardines de los que había leído algo. A mí, que jamás me había gustado el monte, ya ve usted, ahora recorría kilómetros campo a través para encontrarme con los señores del bosque, que encima la mayoría de las veces me ignoraban olímpicamente... no, esos nunca se quejan. Pero sobre todo, lo que más visitaba era viveros, y eso que no me gustan demasiado, son una desagradable mezcla entre cárcel, hospital y jardín de infancia, me aturden. Pero claro, sin lugar a dudas son la mejor forma de conocer el mayor número de especies en el menor tiempo posible, un mal por el que hay que pasar. Tanta visita a viveros y tanto consejo desinteresado terminó por cambiarme la vida radicalmente. El dueño de una cadena de centros de jardinería, algo avispado por lo que se ve, o cansado de verme danzando por allí, terminó por ofrecerme trabajo. Como me gustaba, dejé mi oficina, de la que por otro lado ya estaban a punto de despedirme, hartos de ausencias y de oírme hablar todo el día de lo mismo. El nuevo empleo tenía su gracia, era una especie de consultorio al que venía la gente a contarme sus penas, o mejor dicho, las penas de sus árboles… sí, eso es, un médico de cabecera de plantas. Yo, de pie detrás de un mostrador, les escuchaba muy serio y dictaba sentencia. Que me traían un bonsái, pues les pedía amablemente que dejasen de torturar a esa pobre criatura…sí, esto me trajo algún problemilla con el dueño del vivero. Pero como casi siempre ayudaba, pues me lo perdonaban todo. A su  Abies pinsapo le falta magnesio señora, vaya al mostrador y pida a ese joven que le dé un compuesto contra el amarronamiento de las coníferas. Por lo que me cuenta caballero, no hay duda de que su castaño sufre clorosis férrica, vaya al mostrador y compre un quelato de hierro y empiece a echárselo hoy mismo. No señora, no hay esperanza, es imposible cultivar un Sequoiadendron giganteum en el patio de un adosado, dónela a alguien con un jardín en condiciones. Los fines de semana las colas eran interminables y, no es por presumir, cogí cierta fama en el mundillo. Incluso un par de veces vinieron a verme responsables de jardines históricos. Mi jefe se frotaba las manos y con cara de que le hubieran clavado un puñal terminaba por subirme el sueldo cada vez que amenazaba con dejarle. Y así hubiera seguido feliz, ganando dinero por hacer algo que me gustaba, si no fuese porque no solo corrió la voz de mi don entre los aficionados a la jardinería. Estoy seguro de que entre ellos, a través del aire o del subsuelo, vaya usted a saber si hablan por las hojas o las raíces, corrió como la pólvora la noticia de que yo era capaz de ayudarles con sus desgracias. Y ahí mi vida se convirtió en un infierno. En cuanto enfilaba una calle y el primero de la hilera lanzaba su primer gemido, todos los demás se lanzaban a un tumulto apocalíptico, empeñados en hacerse oír por encima del de al lado. Ya casi no podía ni salir de casa, era pisar una calle y empezar a sufrir un tronar de quejas y exigencias. Me volvían loco, si pasaba cerca de un parque perdía hasta la noción de adónde iba. Me obligaban a caminar por la vida en un estado de estupor tal que llegaba a cruzarme con conocidos sin reconocerlos. Si hasta estuve a punto de morir atropellado por un coche un par de veces. Al final la situación me superó, no era capaz de soportar tantas quejas, tantos lamentos, era un sin vivir, un sufrimiento inaguantable, y luego ya sucedió aquello y no pude soportarlo más... Sí, claro que probé a huir, al desierto, claro, pero no resultó. Aquello debe ser una especie de purgatorio si no algo peor. Me costó descubrir de dónde venía tanto ruido, pero al fin los vi, una especie de líquenes minúsculos que chillan bajito y agudo como si les estuviesen torturando con saña. Tuve que regresar a la carrera, fue horroroso. Precisamente volvía a casa desde el aeropuerto, pensando algo agobiado en cómo esquivar el parque del Retiro y el Jardín botánico, cuando sucedió aquello que ya le he contado tantas veces… Qué quiere que se lo cuente de nuevo; bueno, si se empeña, aunque ya sabe que sigue sin gustarme recordarlo. Había visto el follón a lo lejos pero no había hecho mucho caso, una de tantas manifestaciones, pensé. Creo que me vio justo cuando iba a girar por una bocacalle y su bramido estuvo a punto de tirarme al suelo. Corrí hacia él espantado y me mezclé con el grupo de ecologistas melenudos que empezaban a darse empujones con los antidisturbios. Sus lamentos eran horrorosos, no se puede hacer una idea, y eso que aún ni le había rozado siquiera la cadena de la motosierra. Yo gritaba como el que más, pero nadie parecía entender lo que decía, supongo que me tomarían por el ecologista más loco, porque claro, que un hombre bajito y con gafas de culo de vaso se lance contra una fila de armarios empotrados chillando que están cometiendo un crimen horrendo, que no pueden hacer una canallada así, que si no lo están oyendo, es para pensar que se trata de un enajenado. No, no culpo a nadie, los demás no tienen culpa de no oír. Porque eso sí le digo: si todos pudiéramos sentir alguna vez el dolor y el miedo insoportables que arrastraba el lamento que yo escuché aquella tarde, le aseguro que los ecologistas se quedaban en el paro revolucionario. Tuvo que ser su grito agónico el que me dio una fuerza anormal, porque ya me ve, cómo explicar entonces que con esta facha consiguiera traspasar el cordón policial. Ya acariciaba el chaleco amarillo del asesino motorizado cuando un certero porrazo dio con mis huesos en la acera del Paseo Recoletos. Medio inconsciente, la vista perdida entre sus ramas implorantes, incapaz de oír nada que no fuese su interminable y agónico llanto, noté que alguien me arrastraba de un pie, y un instante antes de perder el conocimiento, con un horror y un asco que todavía me dan arcadas, sentí que una nube de serrín y virutas me inundaba la cara. Por eso le pido que me deje estar aquí, doctor, que no me obligue a salir. Las enfermeras me insisten, me regañan, que estoy muy pálido, que debería salir, que pasee por el jardín. Pero yo no quiero doctor, yo estoy bien aquí, mi geranio y yo nos entendemos. 

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