miércoles, 12 de septiembre de 2012

Finca el Malaín


En el colegio donde estudié cualquier día podías encontrarte un baño repleto de botellas de Coca-Cola expropiadas de un camión que algún repartidor había tenido el despiste de aparcar en los alrededores. El ejemplo es verídico. Se podría decir que en el colegio se respiraba espíritu robinhoodiano... o simplemente que había bastante mangantes. En las visitas que hacíamos a fábricas de distinto pelaje, éramos el terror de cualquier operario que manejase un aparato que cupiese en el bolsillo de un pantalón. En una ocasión nos llevaron a visitar una fábrica de patatas fritas, gusanitos y otros tentempiés del estilo. Al final de la visita, cuando el dueño, supongo que sorprendido por el volumen que iban adquiriendo los abrigos de un porcentaje importante de alumnos, declaró con cierta prepotencia que podíamos coger lo que quisiéramos, algunos, hastiados de tanta facilidad, devolvieron parte de la carga artísticamente almacenada en sus bolsillos, pliegues y capuchas.
En semejante ambiente, se pueden imaginar que el día que el profesor de inglés nos contó que en Gran Bretaña había granjas de fresas donde los visitantes podían recoger su propia cosecha y pagarla al salir, las carcajadas se oían en kilómetros a la redonda. Cuando el profesor - un vegetariano lechoso que intentaba apaciguar a semejante tropa con expresiones del tipo ¡callaos, jolines! - nos explicó, que una vez que entrabas en la granja debías recoger y abonar la cosecha por un tema de decencia y vergüenza, un alumno le respondió, más o menos, que lo primero no sabíamos muy bien lo que era y para lo segundo tenía la solución: enseñar la cesta vacía y aclarar que no se había encontrado ninguna fresa. Y esta frase la decía simulando tener lo carrillos abarrotados de fresas, para que no cupiera dudas de nuestras intenciones. 
He recordado la anécdota, recogiendo arándanos y moras en Finca el Malaín, en San Justo, concejo de Villaviciosa, Asturias. Estos asturianos se ve que han importado la idea de los británicos, y por suerte, parece que no todos los colegios eran como el mio o que los esfuerzos de los maestros no fueron infructuosos, visto el nivel de civismo de los recolectores que nos rodeaban. Hileras de arándanos, grosellas, frambuesas y moras llenan una finca de unas dos hectáreas. A la entrada te entregan bandejas vacías que llenas de las bayas de temporada (arándanos, moras y apenas frambuesas en nuestra visita, nos perdimos las grosellas) cuestan dos euros a la salida. Un buen precio para la cantidad y calidad de las bayas de cada bandeja y lo gratificante de la experiencia, especialmente con niños. A la entrada, un cartel te recuerda que la fruta se  debe probar pero sin abusar, por si alguno aún no ha aprendido lo que es la decencia y la vergüenza. 
A la salida, mi hija de tres años lucía un cerco morado de tres centímetros alrededor de los labios, y cuando la encargada le preguntó si había comido algo, ella negó muy seria sacudiendo la cabeza con energía. Se habría desenvuelto bien en mi colegio. 

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