Cuando yo tenía 10 años mis padres se compraron un trozo de terreno. Durante meses mi padre dedicó sus tardes a buscar por toda la provincia. Los fines de semana nos llevaba con él. Vimos parcelas en las que cabían un árbol y una caseta de perro, parcelas de pinar en las que encontramos la salida por bondad divina, una urbanización de chalets estratégicamente situados al lado de una pocilga del tamaño del Bernabeu y una casa antigua de pueblo con una salón que el vendedor llamaba salón de bailes y que podía haber servido para montar una pista de paddle. Lástima que por aquel entonces no se hubiera inventado el paddle. Al fin, un día mi padre se sentó sonriente en la cocina y sacando pecho afirmó:
-Ya hemos encontrado el terreno que nos vamos comprar.
-¿Ah sí?. ¿Tiene algo plantado? - pregunté yo.
-Sí. Piedras. Tiene montones de piedras.
Mi padre no nos había mentido. El terreno era un secarral donde en mi primera visita mi hermana y yo nos dedicamos a jugar a ver quién pisaba antes los rastrojos tiesos de la cosecha de cebada del año anterior. Aquellos 5.000 metros cuadrados limitados por dos líneas rectas y una larga curva que las unía al borde de un páramo estaban más áridos y secos que un lomo de bacalao. A su espalda una urbanización donde empezaban a crecer algunas casas y al frente enormes extensiones de cereal y laderas de pinos. La vista se podía perder en distancias enormes si no era interrumpida por algún almendro solitario. No me pareció muy bonita, durante muchos años no me lo pareció. Ahora, algunas noches sueño con ese paisaje, me pasa como a Karen Blixen con sus colinas de Ngong.
El propietario venido a urbanizador, supongo que obligado por alguna normativa local que le obligaba a entregar cada parcela con algo plantado, nos la entregó con cinco árboles en la cara que lindaba con el camino. No sé si serían los más baratos o que tenía un sentido del humor muy peculiar, porque los árboles que escogió para plantar en un páramo de la meseta castellana fueron sauces. Un par de años después la urbanización parecía un remedo del final de la película Espartaco con sauces resecos en lugar de cruces.
Mi padre se compró un libro sobre el cultivo de un huerto que eran árido como una guía telefónica, y a continuación hizo lo que todo hombre de bien con una parcela que cultivar en sus manos hacía en la época: comprarse El Horticulor Autosuficiente y La Vida en el Campo, de John Seymour. Creo que estos libros son uno de los mejores ejemplos de excelente mercadotecnia que existen. En base a unas ilustraciones que son una delicia y al aspecto de libro antiguo, empezar a pasar hojas en este libro y creerte lo que dicen sus voluntariosos textos es todo uno. Yo al menos me lo creí. Y así, el montón de compost, el abono verde, el bancal profundo y el método Balfour para la cría de gallinas pasaron a formar parte de mi vocabulario adolescente. Sí, por qué no, podíamos ser autosuficientes, claro que sí. Sólo había que ver la ilustración de la granja de media hectárea, justo el tamaño de nuestra parcela, para saber que era posible. De eso, a vivir rodeados de patos, gallinas, pavos y conejos sólo había un paso. Luego, los resultados, tozudos como ellos solos, se negaron a dar la razón a John Seymour. Algo dejamos de ir a la frutería, pero autosuficientes, lo que se dice autosuficientes, yo no diría que llegásemos a ser. Yo creo que porque mi padre no terminó de hacer una apuesta en toda regla. Le faltó lanzarse a por la vaca y los cerdos. Posiblemente eso hubiera llevado a un divorcio exprés y a una familia desestructurada, pero autosuficiente, qué demonios.
Y luego estaba el huerto, claro, que en nuestras casa eran huertos. Por eso de darnos espacio para que las relaciones paterno-filiales no se resintieran demasiado, mi padre y yo teníamos huertos separados. El suyo era un huerto en condiciones, y el mío un trocito de unos 10 metros cuadrados en el que me deslomé a cavar y cavar. Tampoco debía cavar tanto o mi padre hacía trampas con el abono, porque la verdad es que el mío no llegó ni a acercarse en los resultados al suyo.
Al fin, de autosuficientes poco. No creo que ni el huerto (huertos) ni las gallinas llegasen a ser rentables. Y la cantidad de preocupaciones que daban. Cuando una helada tardía no terminaba con toda la plantación de tomates, los pulgones te invadían las coliflores. Y si no a las gallinas les daba por poner los huevos blanduchos porque resultaba que tenían carencia de calcio las muy señoronas. Y esclavos todo el día, claro, que los huertos y las gallinas no saben de fines de semana y de vacaciones. Con lo fácil que es ir a la tienda y comprar alguno de los plásticos con forma de verduras que nos venden. Pero era divertido, eso sí. Y además, a algunos no nos da la gana aprender de nuestros errores.
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