miércoles, 26 de septiembre de 2012

Whole Systems Design


En el fondo mi suegra lleva diciendo lo mismo que esta gente un montón de años. Cada vez que las expectativas económicas tienen aspecto de oscuro nubarrón (es decir, siempre en los últimos años), afirma con toda tranquilad que nosotros al menos no pasaremos hambre mientras tengamos tierra. Que nadie entienda de la anterior afirmación que somos terratenientes que podemos vivir de las rentas de nuestras extensas propiedades. No, me temo que no. Diría que mi suegra se refiere simplemente a la capacidad que tiene hasta un pequeño terruño como el nuestro de producir cosas que se comen. La verdad es que nunca le hemos hecho mucho caso, pero tal y como se están poniendo las cosas, hay que reconocer que no estamos para despreciar la idea. 
No he podido evitar pensar en la autosuficiente tranquilidad de mi suegra al toparme con un artículo en la revista Landscape Architecture Magazine de Marzo del 2011 sobre la firma Whole Systems Design. Ben Falk, principal responsable de esta firma, persigue desarrollar paisajes adaptables, resistentes y ecológicos que aporten valor y abundancia para ayudar a sus clientes a hacer frente a un futuro marcado por el ascenso en los precios del petróleo, la inestabilidad climática y una economía muy, pero que muy negra. Invertir ahora para reducir nuestra vulnerabilidad futura podría ser su leitmotiv. 
Para mí, que pienso que un jardín debe ser bello, divertido y sobre todo comestible, las imágenes de su granja y campo de experimentación en Vermont, un estado de paisajes privilegiados, me llenan de envidia sana. 4 hectáreas de bosque húmedo transformadas en un paisaje "comestible" repleto de frutales, arbustos de frutos silvestres, espacios boscosos, huertos, pastos, arrozales y estanques. Una granja diseñada bajo principios agroforestales donde pastan la cabras, los patos y gallinas producen huevos a mansalva y las setas comestibles crecen en los troncos caídos en el bosque. Un retorno al modelo de autosuficiencia en el que vivía la gente del campo cuando no disponían de una tienda de ultramarinos a la vuelta de la esquina. Un pasado que los responsables de Whole Systems Design pronostican como futuro si la escalada de precios del petróleo precipita importantes cambios en la dinámica de nuestras sociedades. 
Llevamos tanto tiempo hablando de escenarios apocalípticos que hace mucho que han dejado de causarme demasiado impacto, sin que ello reste fuerza a mis ganas de hacer lo que dicta el sentido común. No necesito pensar en océanos que engullan nuestras costas para saber que quemar gasóleo a lo loco es una estupidez. Ni necesito imaginarme supermercados desabastecidos para plantar en mi jardín frutales y tener un pequeño huerto. Simplemente me parece lo más razonable y sano. Así que, bienvenidos sean los diseños de Whole Systems Design, que por cierto parecen aplicar muchas de las ideas contenidas en un libro que estoy leyendo ahora mismo: Creating a Forest Garden, de Martin Crawford. 
Al fin bravo por los jardines bellos...





...y capaces de producir cosechas que me quitan horas de sueño:















domingo, 23 de septiembre de 2012

Un Museo de Árboles


Cuando leí lo de museo de árboles, lo primero que pensé fue: ¿pero eso no se llamaba arboreto?. Pero inmediatamente vi las fotos y no me quedó otra que reconocer que sí, que es un museo. Habrá muchos arboretos y jardines botánicos con colecciones más importantes de árboles, pero que entreguen a cada uno de ellos el espacio y el marco que se les entrega en este jardín, no creo. Las colecciones suelen reflejar el anhelo de totalidad del coleccionista, por eso en tantos jardines botánicos la variedad llega a ser opresiva. Un museo en cambio busca la exposición, cuando no el culto, a lo realmente singular, la exhibición de la obra maestra en un marco adecuado que evite que nadie le reste protagonismo. En este museo, pues hemos quedado en que es un museo, cada árbol se exhibe contra un fondo de roca lisa, piezas con categoría de escultura que aquí se ofrecen a hacer el papel de simple marco. Árboles como foco, roca como marco y césped como fondo. Ya está, nada más. Minimalismo. En algún artículo he leído que el museo aúna la tranquilidad de un jardín Zen y el misticismo de Stonehenge. Me parece una descripción muy apropiada.
El museo, se encuentra a orillas del lago Zurich, en Rapperswil-Jona, Suiza, y contiene unos 50 árboles de entre 50 y 130 años de edad dentro de un óvalo de más o menos una hectárea. Justo al lado, varios miles de árboles se amontonan alineados sin demasiado orden ni concierto, como si esperasen ser merecedores de tener su turno en el museo, en algo que me recuerda a los inagotables sótanos del museo del Prado. Por lo visto todos los árboles  pertenecen a la colección particular de Enzo Enea, un arquitecto paisajista que se ha molestado en rescatar árboles que no encajaban en las obras en las que se ha visto implicado en su carrera profesional. Que un arce japonés de 130 años, o un tejo de 80, le estorbara a a alguien es algo que me cuesta entender, pero bueno, al menos en este caso hubo alguien con ganas y dinero para conservarlo y no terminó todo en quince minutos de motosierra. Más bien el extremo opuesto, los 50 árboles que representan a 25 especies  han sido trasplantados aplicando complejas y pacientes técnicas nacidas del arte del bonsai. 
El diseño que permite que este jardín salte a la categoría de museo es obra del estudio Oppenheim Architecture and Design, que también han diseñado el cercano edificio que contiene las oficinas de Enzo Enea. En él se ha buscado dividir la plantación en una serie de espacios propietarios de su propia atmósfera y carácter. Son los elementos de piedra quienes crean espacios que permiten aislar los árboles dentro de un espacio tan abierto, convertirlos en elementos individuales que pueden ser observados desde diferentes ángulos pero siempre dentro de su espacio. Aprovechándose de esta característica, la idea es que haya recorridos cambiantes en el tiempo, que  guiarán al visitante a lo largo de una secuencia de espacios contenedores de aquellos árboles destacables en el momento por alguna característica concreta. 
Al fin, un sitio capaz como pocos de sacar a la luz esencias que los árboles despiertan en nuestro subconciente, o al menos en el subconsciente de los que los respetamos cuando no los reverenciamos.










miércoles, 12 de septiembre de 2012

Finca el Malaín


En el colegio donde estudié cualquier día podías encontrarte un baño repleto de botellas de Coca-Cola expropiadas de un camión que algún repartidor había tenido el despiste de aparcar en los alrededores. El ejemplo es verídico. Se podría decir que en el colegio se respiraba espíritu robinhoodiano... o simplemente que había bastante mangantes. En las visitas que hacíamos a fábricas de distinto pelaje, éramos el terror de cualquier operario que manejase un aparato que cupiese en el bolsillo de un pantalón. En una ocasión nos llevaron a visitar una fábrica de patatas fritas, gusanitos y otros tentempiés del estilo. Al final de la visita, cuando el dueño, supongo que sorprendido por el volumen que iban adquiriendo los abrigos de un porcentaje importante de alumnos, declaró con cierta prepotencia que podíamos coger lo que quisiéramos, algunos, hastiados de tanta facilidad, devolvieron parte de la carga artísticamente almacenada en sus bolsillos, pliegues y capuchas.
En semejante ambiente, se pueden imaginar que el día que el profesor de inglés nos contó que en Gran Bretaña había granjas de fresas donde los visitantes podían recoger su propia cosecha y pagarla al salir, las carcajadas se oían en kilómetros a la redonda. Cuando el profesor - un vegetariano lechoso que intentaba apaciguar a semejante tropa con expresiones del tipo ¡callaos, jolines! - nos explicó, que una vez que entrabas en la granja debías recoger y abonar la cosecha por un tema de decencia y vergüenza, un alumno le respondió, más o menos, que lo primero no sabíamos muy bien lo que era y para lo segundo tenía la solución: enseñar la cesta vacía y aclarar que no se había encontrado ninguna fresa. Y esta frase la decía simulando tener lo carrillos abarrotados de fresas, para que no cupiera dudas de nuestras intenciones. 
He recordado la anécdota, recogiendo arándanos y moras en Finca el Malaín, en San Justo, concejo de Villaviciosa, Asturias. Estos asturianos se ve que han importado la idea de los británicos, y por suerte, parece que no todos los colegios eran como el mio o que los esfuerzos de los maestros no fueron infructuosos, visto el nivel de civismo de los recolectores que nos rodeaban. Hileras de arándanos, grosellas, frambuesas y moras llenan una finca de unas dos hectáreas. A la entrada te entregan bandejas vacías que llenas de las bayas de temporada (arándanos, moras y apenas frambuesas en nuestra visita, nos perdimos las grosellas) cuestan dos euros a la salida. Un buen precio para la cantidad y calidad de las bayas de cada bandeja y lo gratificante de la experiencia, especialmente con niños. A la entrada, un cartel te recuerda que la fruta se  debe probar pero sin abusar, por si alguno aún no ha aprendido lo que es la decencia y la vergüenza. 
A la salida, mi hija de tres años lucía un cerco morado de tres centímetros alrededor de los labios, y cuando la encargada le preguntó si había comido algo, ella negó muy seria sacudiendo la cabeza con energía. Se habría desenvuelto bien en mi colegio. 

domingo, 9 de septiembre de 2012

Contra la dictadura del césped


Un amigo italiano me comentaba durante una comida lo curioso que le resultaba que un país como España dónde la mayoría de restaurantes y comensales se decantaban por platos abundantes, contundentes y clásicos a más no poder (el cocido, la fabada, la paella, un buen lechazo asado, un chuletón digno de los picapiedra...) estuviera a la cabeza de las listas internacionales de mejores restaurantes. sobre todo teniendo en cuenta que estos suelen ser restaurantes que ofrecen platos innovadores, sutiles (por decirlo de alguna manera) y escasos en cantidad, que no en variedad. En fin, algo alejado del apetito típico hispano. Yo le respondí que precisamente por eso, que las mayores revoluciones siempre habían surgido frente a las peores dictaduras. 
Vale, ya sé que es un poco excesivo hablar de la dictadura del lechazo.  En España la gente come en los restaurantes lo que quiere y su bolsillo le permite, pero algo había que decir para defender el orgullo patrio y el arroz con bogavante que nos estábamos metiendo no permitía grandes esfuerzos intelectuales. Pero el argumento de las revoluciones frente a las dictaduras me ha vuelto a la cabeza leyendo el libro Second Nature: A Gardener's Education, de Michael Pollan. En el libro Pollan habla, entre otras muchas cosas, de las praderas de césped en el frente de las casas de los barrios residenciales estadounidenses, esos espacios inmaculados sin vallas que los separen que unen el frente de todas las casas alineadas a ambos lados de una calle en una extensión de césped ininterrumpida. Wisteria Lane, para que nos entendamos. Ese modelo, es toda una rareza en Europa, supongo que porque no encaja demasiado con nuestra idea de la intimidad y la seguridad. Aquí la gente que tiene una casa con jardín, invariablemente la aísla de la calle y los vecinos con una buena valla y/o seto. Nada de saludos sonrientes a primera hora de la mañana agitando un periódico enrollado desde la puerta de casa a vecinos igual de sonrientes, aquí no nos gusta que el vecino nos vea las legañas. Pollan explica con detalle los orígenes y evolución del movimiento, y si lo que cuenta es cierto (tiene mucha verosimilitud, así que lo será) no sería excesivo hablar de la dictadura americana del césped. El efecto final de lo que nos cuenta el autor es que si en Estados Unidos tienes una casa en un barrio residencial del extrarradio, no es fácil, e incluso puede no ser legal, hacer lo que te salga de las narices con el trocito de parcela en el frente de tu casa. Lo que la sociedad impone es que tengas césped, y bien cuidado. Y si esto es así, ¿no es curioso que los americanos hayan encargado a Piet Oudolf algunos de sus jardines más grandes y representativos o que James Van Sweden y Wolfgang Oehme hayan desarrollado su carrera en aquel país, o que tenga tanto tirón la corriente que aboga por la sustitución de los prados de césped por las salvajes praderas americanas de perennes y gramíneas? Pues no: revolución frente a dictadura. 
Y todo este rollo es la excusa que se me ha ocurrido para introducir un proyecto de paisajismo que me encanta: Seven Ponds Farm, de la firma estadounidense de paisajismo Nelson Byrd Woltz. El proyecto, para ser un proyecto privado es impresionante en su amplitud: una colaboración entre el cliente y los arquitectos de doce años para dar forma a las 53 hectáreas de terreno de una granja en Virginia. El objetivo era transformar una antigua granja de ganado en un paisaje agrario diverso y sostenible que soportase tantas especies de plantas y animales nativos como fuera posible. 







El plan maestro consistió en dividir la finca en cuatro cuadrantes: pradera nativa, granja de trabajo, jardines cultivados y jardín salvaje nativo. Sólo esto ya es motivo para que el proyecto me caiga simpático, otro día contaré por qué. 
Este enorme jardín, con piscina, huertos, un campo de fútbol, un jardín de bayas, un laberinto para los niños y hasta un arboretum con 800 especímenes de especies resistentes al clima de Virginia, tiene por supuesto espacio para el césped, pero su concepción, más cercana a la restauración ecológica que a la jardinería, no puede estar más alejada de la corriente pulcra, aburrida e insostenible que respira detrás del césped. Para el que no se lo crea, un par de fotos que muestran la política de mantenimiento de las praderas que siguen con el fin de controlar las especies invasivas: quemas controladas regulares. Es fácil imaginar el aspecto de una pradera después de una de estas quemas, y lo poco que le importará a quién sabe que así se ha ahorrado litros de herbicida y gasóleo. 


jueves, 6 de septiembre de 2012

Un Gigante Caído


Si hay dos especies de árboles en España capaces de reflejar todos los siglos de historia que han visto sus troncos estos son el Olivo y la Sabina Albar (Juniperus thurifera). Auténticas esculturas vivientes que clavan sus raíces en tierras pisadas por cartagineses, romanos, godos, musulmanes y la cristiana mezcla de todo lo anterior. El olivo tiene la desdicha de dejarse trasplantar, así que parece que no haya rotonda en España que no tenga un olivo centenario. Yo me quedo con la sabina, por mucho más escasa, discreta y espartana. Como decía el libro de árboles del que no me separaba de niño, es "capaz de resistir las duras condiciones de las altas parameras". Pues eso, terrenos pedregosos, calizos, arcillosos, áridos, gélidos en invierno y tórridos en verano, la sabina puede con todo y es capaz de vivir muchos cientos de años, que no es lo mismo que vivir eternamente, como pude comprobar la semana pasada, cuando me acerqué al Enebral de Hornuez. Lo de enebral, es porque en Segovia se llama enebro a la sabina, lo que no es tan raro. En mi terruño hace cuatro años nació un arbolillo, que yo, libro en ristre, ya había calificado de Juniperus communis, descartando orgulloso que fuera Juniperus oxycedrus, y que a traición se ha transformado en Juniperus thurifera. Ya se ve que no es fácil o que estoy hecho todo un Linneo. Volviendo a mi visita al enebral o sabinar, fui allí buscando el Enebro de la Borrega, una enorme sabina de casi veinte metros de alto y entre 600 y 800 años de edad. Después de dar vueltas y vueltas por la dehesa de sabinas enormes, sacando fotos a diestro y siniestro con la banda sonora de las voces de mis hijas que jugaban a las piratas, tuve que tirar de la foto del libro de Árboles Singulares de Castilla y León que llevaba encima para rendirme a la evidencia de que lo que quedaba de la anciana sabina era esto: 
Parece que hace sólo dos años que un fuerte vendaval tronchó lo que quedaba del ya castigado tronco. Al menos, en este caso en los alrededores hay otras sabinas que no desmerecen. 














El sabinar está a pocos kilómetros de Moral de Hornuez, muy cercano a las Hoces del Riaza. La ermita del siglo XVIII conmemora la aparición de una imagen de la virgen en lo alto de una sabina a unos pastores, allá por el siglo XIII. Yo no he entrado en la ermita, pero por lo visto en el altar se conservan los restos de la sabina milagrosa, algo chamuscados después de un incendio que arrasó con la ermita a principios del siglo XX. En los alrededores de la ermita, además de sabinas centenarias, hay un parquecillo con columpios, bancos y un pequeño estanque rodeado de Álamos temblones (Populus tremula) al que apenas nos asomamos porque en él debían beber todas las abejas de la provincia. 

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